Santa Isabel, Guamá, Santiago de Cuba.–No es la primera vez que le preguntan a Miguel Ángel que si sigue vivo. Para él, el medidor siempre será Angola, como si después de eso no hubiera pasado algo realmente telúrico en su vida, porque no existe hambre que no se haya pasado en una guerra, ni susto, ni riesgo, ni mala noche.
En Angola la pregunta no fue tan así, pero casi. Estaba en una barraca descansando, mientras escuchaba hablar a las postas, que eran angolanos nuevos.
Dice Miguel Ángel que en Angola lo más peligroso que podía haber era el silencio, porque en el combate se sabe lo que hay que hacer y se está alerta, pero cuando no se escucha nada es que lo malo de verdad se acerca.
Y de pronto las postas no hablaban y Miguel Ángel, con más miedo al silencio que a la metralla que le sigue, abrió los ojos y los empezó a llamar. No respondieron. Despertó a todos. A los muchachos nuevos un traidor los había matado a cuchillazos.
Al regreso de Angola, la cosa sí fue de velorio y todo. No había pasado ni un mes en Cuba y la fiesta no acababa.
Ese día andaban en un rodeo por Aserradero, tomando como nunca, y salieron de noche sobre los caballos preparando apuestas para correr en el camino. Dos fueron sobre sus bestias a vigilar un recodo y dos se quedaron para la carrera. Pero terminaron corriendo los cuatro y en direcciones contrarias, todo oscuro, y en una curva se encontró Miguel Ángel con otro caballo. Las dos bestias murieron en el instante y el Migue quedó sin pulso sobre la tierra.
Se empezó a avisar a la familia por todas estas lomas. Se empezó a preparar la casa del velorio. Cuando estaban comprando ron para despedir al muerto, llegó alguien y les dijo: «Oiga, ese hombre al final no se murió na’».
Pero ya estaba comprado el ron, preparada la casa y junta la familia. Así que lo que restó fue matar dos machos y dos chivos para comer, y se buscó más ron. Y Miguel Ángel decía: «Mira cómo tengo la rodilla. Lo que no puedo es bailar, pero comer y beber sí».
Y de esa forma, sin pararse de enfrente de una mesa llena de puerco asado y chilindrón, borracho por 31 noches consecutivas, fue que Miguel Ángel celebró que su existencia continuaba.
***
–Si fuiste a casa de Héctor y no me trajiste ni una taza de café ni entreee…
–Ay, mamá, con lo caro que está, vas a tener que hacer como yo, que ya ni tomo.
–Miguel Ángel, yo quisiera ser como tú.
–Ah, pero no puedes. Nadie puede ser como yo, porque de toda la vida yo solo como para sobrevivir.
–Ay, qué dolor de cabeza, qué ganas de tomar café.
–Migue, anda a la casa y busca café a la vieja, que ya Milayda está allí, anda, corre –dice Héctor, con genio, mientras endereza un zinc que va a poner en el techo.
–¡El día en que yo me muera, que me rieguen café en la caja! –grita Ester, mientras Miguel Ángel se aleja.
***

Ester tiene 75 años y no se acuerda exactamente del tiempo que lleva con Ibraín, que tiene 89 y ahora está en un sillón, casi sin poder moverse, casi sin abrir los ojos, por el párkinson y por la edad.
Dice Miguel Ángel que si fuera una sola cosa va y escapaba. Si fuera solo la edad, si fuera solo el párkinson…, pero son las dos juntas, más la presión, más las pastillas de la enfermedad que llevan tiempo sin aparecer, y una herida fea en el pie de cuando pasó el ciclón.
Se habían metido en un lugar que supusieron seguro, pero las tejas empezaron a temblar y ellos se asustaron. Así que en medio de la ventisca cargaron al viejo y se cambiaron de casa. Las tejas al final no se fueron, pero en el trayecto un alambre de cobre casi le lleva el dedo gordo a Ibraín, que sigue siendo inmenso, y los pies le colgaban mientras lo movían de aquí para allá.
Ahora discuten porque se regó que en Santa Rita, donde tenía su casa Miguel Ángel, están repartiendo comida y algo de ayuda material. Y Miguel Ángel, que lo perdió todo, no ha querido ir más para allá, porque no sale de aquí, asegura, hasta que no deje a su madre bajo un techo decente.
La casa de Ester en realidad no sufrió grandes daños, aunque de la mata de tamarindo, que Ester miraba con desconfianza cuando anunciaron que el ciclón venía, le cayó un gajo que partió unas tejas y zafó el caballete.
Dice Ester que Miguel Ángel es conformista, que no se faja para que le den nada, que todo se lo quiere luchar él.
Se pudo evacuar, pero pensó que su casa, con paredes de mampostería, iba a aguantarle. A última hora quiso salir, pero ya el río estaba crecido, y pensó que sería mejor fajarse con el huracán, aunque tuviera que enterrarse, que con la crecida… que, en cuanto a peligro, asevera él, solo queda por debajo de la furia del mar.
Ya se había pasado la tarde mirando cada rincón, previendo el peor de los escenarios. Vio con ojos de última opción una antigua caja enterrada con miel de purga. «Si la cosa se pone muy mala, aquí mismo me meto».
Cuando empezó a llegar la noche, ya tenía la comida hecha y se quedó dormido recostado a la cabeza de la cama. Los vientos del ciclón lo despertaron, y ahí se acordó de que no había comido. No quiso esperar más, porque quién sabe lo que pasa con la comida que se deja sobre la mesa cuando el mundo va a acabarse.
Los vientos fueron arreciando y Miguel Ángel sintió que las tejas daban pequeños tirones. «El muy desgraciado me quiere aflojar los tornillos».
Y tenía razón. Después llegaron las ráfagas de verdad y le volaron casi de un tiro el techo todo. Luego, ráfagas más de verdad todavía le tumbaron todas las paredes de prefabricado.
Cuenta Miguel Ángel que cayeron para afuera y que, cuando terminaron de caerse, lo que sintió fue alivio de que no quedara nada que pudiese aplastarlo. Entonces se atrincheró contra la tierra como en Angola. Y empezó a aguantar.
Al rato ya tenía las piernas engarrotadas y se dijo que algo había que hacer, porque si las piernas dejaban de responderle, ahí sí se las iba a ver feas. Y se acordó de la caja de miel de purga.
Cuenta que cuando paraba un poco el viento, arrancaba a llover duro, y que cuando paraba de llover duro, volvía el viento. Cuando había un relámpago medio que se distinguía.
Hizo más o menos sus cálculos y, al parar la ventolera y empezar la lluvia, esperó el alumbrón de un rayo y salió corriendo como pudo, forzando el engarrotamiento de las piernas, y se enterró en la caja, la caja de un vivo, donde amaneció, con los párpados hinchados de tanta agua repicando a presión contra la cara. «¡Qué noche más larga!».
Con el amanecer la cosa amainó un poco y Miguel Ángel pudo salir. Empezó a ver lo que quedaba. No vio mucho, apenas un cubo plástico que la ventolera llevó volando casi hasta al lado del río, y no cayó a la crecida porque se quedó a presión entre unos palos.
Comenzó a bajar la loma y vio a lo lejos, en otra casita, a un muchacho intentando acomodar los restos.
–¡¡¡Oyeeeee!!! –le gritó, quizá porque si alguien escuchaba el grito sería la primera señal, después del infierno, de que Miguel Ángel no se había muerto todavía.
–¡Pero, compay…! ¿Tú estás vivo?
–¡Bueno, no me tocaba!
En los días que siguieron, la hija lo vio y arrancó a llorar.
–Mija, no te pongas así –le dijo Miguel Ángel con su voz imperturbable.
–Pero mira cómo tú estás, que tienes que dormir donde te agarre la noche.
–Bueno, mija, en Angola yo también tenía que dormir donde me agarrara la noche.
«Oye –nos dice ahora–, era mejor fajarse en Angola, porque casi todos los combates eran de día, y tú me tiras y yo te tiro. Pero estos cicloncitos están viniendo todos de noche, que tú no ves na’. Y el aire te hace así y asao, y tú no le puedes ni responder. Nada, que pasé un sustico…».
–¿Sustico?
—Bueno, había que resistir. Y el Comandante nos enseñó a nosotros en Angola a resistir… y a luchar.





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