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Con cada juguete se regaló también una dosis de amor. Foto: Yanelkys Llera Céspedes

En el mapa de la infancia, cada uno tiene una forma de abrazar la diversión, algunos pasan su tiempo entre lápices de colores y otros, como José Alfredo Rondón Llera, entre juguetes.

Tintín, como le dice su mamá, es un niño avispado de nueve años. Cursa el cuarto grado en el seminternado 4 de Abril, de Bayamo. Es amante de las matemáticas y asiduo concursante de Matific, aunque también se le dan bien las letras. Sus juegos preferidos son aquellos que le desarrollen el pensamiento o le impulsen a crear.

En su remanso de juguetes conservados con esmero, figuran rompecabezas de dominó, carritos, un set de dinosaurios y un espectacular robot Transformer.

Jugaba precisamente con estos objetos cuando una llamada telefónica de su abuela lo sacudió por completo.

Posteriormente supe que la abuela le había contado la historia de cuando ella era pequeña y el huracán Flora se llevó su casa, dejándolos sin nada.

«Mi abuela me explicó que, al igual que a ella en su infancia, otros niños hoy también se han quedado sin hogar debido a las inundaciones causadas por el huracán Melissa y que, actualmente, están albergados en mi escuela».

Aquella revelación le entristeció mucho y José Alfredo lloró.

Acto seguido, la compasión lo movilizó. Sin que nadie le dijera, comenzó a vaciar su mochila escolar. Los libros dieron paso a un dinosaurio –aquel que compró su mamá por el Día de Reyes, y que venía en un huevo sorpresa–, un carro rojo que una y otra vez surcó los pasillos de su casa, y un Transformer que era la sensación de los niños del edificio.

José pidió a su mamá que lo llevara a su escuela para donar sus juguetes. No eran juguetes viejos ni olvidados, sino fragmentos de su niñez, cada uno con su propia luz, su propia historia.

El seminternado 4 de Abril, hacia el que se dirigieron, no es por ahora el territorio del recreo y las lecciones que él conoce. Se convirtió en un refugio en el que la infancia, golpeada por el embate de las aguas, buscó un asidero.

Allí repartió, uno a uno, sus juguetes. José vio cómo un niño abrazaba su Transformer y corría hacia sus padres para mostrarles. En ese gesto, el juguete dejó de ser suyo para ser un puente entre dos amigos que se conocerían en azarosas circunstancias.

«Me sentí feliz y, al mismo tiempo, triste por los niños», confesaría después, revelando la dualidad de quien entrega un pedazo de su mundo para reconstruir el de otro.

«Solo deseo que los cuiden con todo el cariño del mundo», pidió José, y en esa frase se condensó toda una filosofía: los objetos, cuando se cargan de afecto, se vuelven talismanes contra el olvido.

Él, que ama los números y apuesta su futuro a la Medicina, quizás entienda, el día de mañana, que curar no se trata solo de sanar heridas, sino también de sembrar esperanza en medio del caos.

Al final, la mochila de José Alfredo quedó vacía, pero su corazón se llenó de satisfacción.

Cuando los huracanes derriban casas, los juguetes pueden ser los cimientos de nuevas alegrías.

Y así, este niño de nueve años, con las manos tendidas y los ojos brillantes, recordó que a veces la fortaleza más grande cabe en el gesto más pequeño: el de quien no perdió al desprenderse de lo suyo, porque eligió ganar la sonrisa de otro, desconocido hasta entonces.

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