
«Estamos filmando también un largometraje e iniciaremos el segundo en los primeros días de febrero. Historias de la Revolución se llama el que está en rodaje. Son cinco cuentos tomados de la vida real y que narran la toma de conciencia revolucionaria de nuestro pueblo y los primeros pasos hacia la insurrección, y la insurrección misma. Esto es un sueño: ya filmamos nuestra propia historia, y lo hacemos sin concesiones, libres, total y completamente dueños de nuestro medio de expresión».
Así lo escribía en una carta, el 7 de enero de 1960, Alfredo Guevara (La Habana, 31 de diciembre de 1925 -19 de abril de 2013). Unos meses atrás, había surgido el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), primera institución cultural fundada por la Revolución Cubana; y, al frente de ella, Alfredo.
Eran tiempos de una frenética actividad: surgía un público nuevo, que requería un arte también nuevo, y no solo una industria sólida. Precisaban buscar equipos, asesoramiento, modos; pero el fin estaba muy claro: «Hacer un cine a la altura de estos tiempos y al servicio de ellos».
La estética era entonces, y lo seguiría siendo, la de la Revolución, y eso significa crear algo genuino, nuestro, tan alejado de las lógicas comerciales como de los moldes esquemáticos que dictaban lo que supuestamente debía ser el arte socialista.
Mucho se ha dicho –y no es gratuito repetirlo, en su centenario– que sin Alfredo Guevara no sería posible contar la historia del cine cubano (fue el primer Premio Nacional de Cine, en 2003); su legado trascendió en el Noticiero Icaic Latinoamericano, la revista Cine Cubano, el Grupo de experimentación Sonora del Icaic, la Cinemateca de Cuba, en el movimiento cubano del cartel cinematográfico…
Fue también fundador del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, y se mantuvo estrechamente ligado a la Fundación homónima. En ese sentido, la región también le debe ese reconocerse en una pantalla propia, en la narrativa honesta y cruda de las realidades comunes; así como los esfuerzos para integrar saberes y prácticas.
Sin embargo, la influencia de Alfredo como intelectual y revolucionario supera el séptimo arte. Se había doctorado de Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, donde conoció a Fidel. En ese centro se vinculó a las luchas estudiantiles. Antes de 1959, ya tenía en su haber el trabajo con Teatro Estudio, y con la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, y en el documental El Mégano, así como el exilio.
Hacer la Revolución fue un destino asumido con pasión: «Esta es una revolución verdadera (...) sin remilgos y sin miedos, radical, sincera, limpia, "cubana como las palmas", y como las palmas (...) "una revolución cargada de poesía"».
Viceministro de Cultura y embajador de Cuba ante la Unesco, en cada posición mantuvo su defensa, desde el compromiso, del ejercicio de la opinión: «No temo a la polémica y, además, la considero justa y sana si gira alrededor de problemas de principio y contribuye a esclarecer el proceso revolucionario en su aspecto ideológico cultural». No soy de esos que han permanecido en silencio, decía.
Partidario de que la belleza estuviese presente en todo cuanto se hiciese, enemigo de lo chabacano y lo inculto –no de lo popular– Alfredo dejó todo un sistema de pensamiento, asequible en libros como Tiempo de fundación, Revolución es lucidez, o su epistolario ¿Y si fuera una huella?
Él, como apuntó Eusebio Leal, en los momentos de mayor peligro siempre consideraba la importante necesidad de hacer un traje a la medida para Cuba. «¿Aristocrático decían que era? Es verdad. Pero pertenecía a una aristo que no es la del poder material, sino a una aristo del pensamiento (…) Siempre quiso ser y fue un humanista».
Alfredo no se cansó de fundar, en los grandes proyectos, o en aquellos que podrían considerarse menos monumentales, como rescatar un edificio, preservar una obra, enseñar, hacer equipo… El suyo era un estilo, un modo de ser, consecuente y fiel a Cuba y su Revolución.










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