Cuando Alicia, después de un prodigioso giro, reposa, toda su figura alcanza una peculiar plenitud. La diestra bailarina puede imitar sus giros de mariposa en la luz, pero no la difícil madurez de su gracia en el reposo. El hecho de que nuestra escuela de danza pudiera nacer y desarrollarse en las condiciones más adversas, en medio de una tiranía, no es solo un triunfo artístico, sino una lección revolucionaria. Recordamos que para los hebreos la belleza del orden estelar era ya una batalla ganada a la injusticia: «Y las estrellas, permaneciendo en su orden, combatieron a Sísara». (…)
He visto danzar nada más que unas pocas veces en toda mi vida (descuento la destreza de los muchos), y de ellas una fue a un humilde mimo de nuestra farándula. Su baile mínimo, con prodigios de invención y gracia, duraba segundos, y cada movimiento era irrepetible. La atención más aguzada no podía precisar qué hacía, el raro arabesco de su dibujo en el mosaico, la rápida sátira de sus risueños pasillos. Parecía un baile inventado por una abeja, por un zunzún. Aquello era una esencia nuestra. Cuando se produce ese pequeño milagro no importa ya que se trate de un baile popular o cortesano, de una danza clásica o moderna, porque se evidencia que para un genuino genio danzario resultan por igual materias primas, resistencias inertes, medios que es preciso atravesar para lograr otra cosa que ya no tiene que ver con ellos.
Una línea de genuina inspiración nacional podría trazarse desde aquel bailarín popular, modesto individualista, hasta nuestra estelar Alicia, creadora ya de toda una escuela nuestra de danza. Con inmensa emoción la hemos visto bailar, preguntándonos también por el secreto de esa misteriosa medida, de esa gracia mediadora entre lo idéntico y lo distinto, ese saber que el baile tiene que subir de los pies y alcanzar el alma expresada en el rostro. Logro lento, la plasticidad del perfil: también con él se baila. Cuando se alcanza la gravitación de un centro, se hace natural un círculo de creciente circunferencia: una escuela es eso. Recientemente vimos bailar, con asombro, a una de sus más jóvenes discípulas: ninguno de sus gestos imitaba a su ejemplar modelo, lo que es la prueba de la importancia de que ese modelo existiese. Aquella joven hacía algo más que bailar: creaba una atmósfera en torno, volvía a ser la inmensa sugestión de la belleza. Y es que lo perfecto genera ley. Una vez que la naturaleza, después de quién sabe cuánto tanteo insuficiente, logró la forma de una orquídea, los ojos de terciopelo humano de una llama andina, se detuvo e hizo posible la irradiación de su serie, la gama de sus más ricas diferencias. Lo propio de todo modelo acabado es engendrar una sucesión independiente. Como al inicio de la primavera, toda auténtica fuerza crea un crecimiento simultáneo. La torpeza de los no-creadores quisiera hacer consistir la originalidad en una aparatosa excepción, en una brusca ruptura, cuando ella es un reinicio melodioso. Sin generosidad, no hay que ser auténtico, porque el ser es lo que irradia. Una escuela es algo más que negar lo que precedió o inventar algo insólito: no ha de ser menos que la luz, que es un comienzo y una reminiscencia. Se sabe que un afta nuevo ha comenzado no porque el sol alumbre de otro modo o de otro modo cante el pájaro en la rama, sino porque un ciclo ha redondeado su giro para reencontrarse en una gentileza nueva.
(Fragmentos del texto Alicia Alonso en el país de la danza)













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