Guillermo del Toro divide su Frankenstein (2025) en dos grandes actos. Conforme a una tendencia cada vez más marcada del audiovisual contemporáneo (aunque ya lo usó Kurosawa, de forma múltiple, hace 75 años, en Rashomón), distribuye su relato en dos puntos de vista. La estrategia les permite contar sus diferentes versiones a los personajes centrales de esta tragedia paternofilial gótico-romántica sobre la reivindicación de los descastados.
Durante el segundo acto de la monumental adaptación del libro de Mary Shelley ejecutada por el realizador mexicano, discursa «el monstruo», «la bestia», «la abominación»: epítetos empleados por su creador, el doctor Víctor Frankenstein (Oscar Isaac), para nombrar a la criatura que conformó en su laboratorio mediante fragmentos de cadáveres y una ambición rayana en la locura.
Dicha criatura (Jacob Elordi), surgida del delirio megalómano de un científico que se pudo creer investido de prerrogativas divinas, al principio solo fue capaz de balbucear «Víctor», el nombre de su padre, alguien a quien –lo cual Del Toro remarcará– nunca dejará de amar, pese al rechazo de este por considerarlo, erróneamente, incapaz de pensar o de estar a la altura intelectual suya o de su exigente progenitor, Leopold, quien tanto define su perfil sicológico.
En la persecución a la criatura que emprende el médico, luego convertida en huida (funciona también como huida de sí mismo, de su decepción ante sus actos y la manera de afrontar las consecuencias de su complejo de Dios, su elusión de la paternidad, o su renuncia a cuanto pudiera quedarle de nobleza en el alma), llega al Polo Norte, donde serán narradas ambas historias.
Con interés de sultán de Las mil y una noches, el capitán del barco (Lars Mikkelsen) en el cual se refugia el doctor, escucha las narraciones de ambos. Por voz de la criatura se expresa Del Toro.
Él dialoga ahora, como es usual en su cine, por la perspectiva de aquel esquivado, dada su condición de diferente o de situado fuera de los márgenes de las convenciones reguladas por los hombres.
En su Frankenstein, otra vez, el cineasta vindica la viabilidad de lo imperfecto, amén de tender puentes hacia la comprensión de ese otro o esa otredad, que se detesta o ignora a falta de puertas de acercamiento o conexión entre mundos distantes (al aproximarse, condolerse, aceptar, comprender o mostrar cierta afectividad por la criatura, Mia Goth hace las de Sally Hawkins en La forma del agua).
Alquimista y devorador de la pantalla, el cineasta sintoniza/actualiza las reflexiones sobre la fascinación interior descubrible bajo la capa exterior de lo deforme, formuladas por Jean Cocteau en La bella y la bestia (1946), con la intercesión de Tim Burton por el derecho de todos a vivir en Eduardo Manostijeras (1990).
Guillermo refrenda el valor ínsito de lo extraño, la necesidad del entendimiento, el significado de la compasión (en ambas direcciones: la criatura lo hace y perdona al doctor), en una película luminosamente humanista, que va guareciéndose, como la perla dentro de la concha, en este cuento moral gótico de terror, hasta reventar su luz a través de ese final: pura poesía de la esperanza.
Nuevo acto de amor al cine, ejercicio precioso en sus formas, muy curado en las cromas de Dan Laustsen y la partitura de Alexander Desplat (ambos habituales suyos), dueño de un fabuloso despliegue de producción, el más viejo sueño del director se ha hecho imagen.
Tras una primera parte más académica, ajustada a las fronteras de lo previsible y bien pendiente del acomodo del espectador con las normas del relato de Shelley, en su segundo momento el recién estrenado Frankenstein (como la misma criatura, quien se libera de las cadenas colocadas por su creador) encuentra su camino propio, para definirse en una fábula memorable sobre la concordia en la diversidad, la humanidad, el perdón y la paz de la autoaceptación.












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