El italiano Dino de Laurentiis, uno de los productores independientes más conocidos y prolíficos de la historia del cine, nunca tuvo definido un nicho específico de películas para respaldar.

Lo mismo gestionaba los recursos dirigidos a títulos de grandes cineastas (Rossellini, Fellini, De Sica, Monicelli, Bergman, Huston, Bondarchuk, Forman, Lumet, Pollack, Lynch, Cronenberg, Scott), que los destinados a creadores noveles, sin interesarle las críticas.
Le daba igual la jerarquía, a lo que sí no le restaba significación era a las posibilidades comerciales del filme por el cual apostaba. Ello, aclárese, tampoco fue su brújula permanente. Por supuesto, debía comer, y las ventas constituían el objetivo cimero de su quehacer; no obstante, sería reduccionista constreñir su obra a ello.
Mediante una tenacidad de veras encomiable para soñar y llevar a vías de hecho lo soñado, respaldó movimientos, aupó a cineastas por quienes nadie apostaría, enlazó a Hollywood y a Europa a través de varias producciones –junto a Carlo Ponti, le dio un espaldarazo internacional al cine de la región–, expandió las fronteras naturales de algunos géneros, y fundó un estudio (Dinocittá, que lo llevó a la bancarrota, como ocurrió con su primera empresa productora).
Con un olfato aguzado para aquello que podía alcanzar algún tipo de éxito, cual fuere y no solo relativo a la boletería, puso su nombre detrás de legendarias películas de la historia del séptimo arte. Y al revés: también lo puso detrás de cintas deplorables. Naderías que, en ciertos casos, alcanzaron gran aprobación taquillera.
No siempre el olfato comercial le funcionó, pues, igual, reportó unos cuantos fiascos de público, a través de una extensa ejecutoria de más de medio siglo, con cerca de 170 películas producidas.
Amó de forma furibunda su oficio, el cual practicó de manera ininterrumpida (nunca se jubiló, hasta morir, a los 91 años), si bien en sus expresiones se le advertía su interés por otros dentro de la industria, a la manera de la dirección y la actuación. De hecho, el napolitano ingresó en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma con el fin de ser actor, antes de descubrir su real vocación.
Solía quejarse de que, si un filme triunfaba, realizadores e intérpretes sumaban elogios; en cambio, si fallaba, todas las culpas iban a parar al productor. En su época, era algo muy cierto.
Aunque no acostumbraba a expresarlo, añoraba aquel periodo hollywoodense inicial, cuando el gran productor industrial era un señor omnipotente, en quien recaían las decisiones fundamentales y cuyas manos recibían los premios principales en las galas.
Él, quizá, no poseyó tamaño poder a lo largo de su carrera completa; si bien se registraron momentos cuando, incluso, lo sobrepasó. Fue uno de los contados productores europeos cuya silla siempre estaba pegada a la de los realizadores, quienes buscaban su aprobación antes de la toma y la edición definitivas.
Hubo etapas en que decir Dino de Laurentiis equivalía a atención general, sumo respeto, loas admirativas y también un poco de temor hacia quien recibió calificativos como «el mecenas de la pantalla italiana», «el magnate del cine», «el inigualable Dino»
Se consagró tan temprano como en 1949, mediante el filme neorrealista Arroz amargo, con cuya protagonista, Silvana Mangano, estuvo casado 40 años, hasta la muerte de ella.
Luego de quebrar sus dos grandes proyectos empresariales en Italia, se trasladó hacia Hollywood, donde fundó la sociedad De Laurentiis Entertainment Group. En los Oscar 2001 le entregaron el prestigioso premio Irving Thalberg. Dos años después, recibió el León de Oro a su carrera, durante el Festival de Venecia. Falleció en Los Ángeles, el 10 de noviembre de 2010, hace hoy tres lustros.
Dino formó parte de un modelo de industria distinto al actual y de un cine que se nos escurrió entre las retinas, para nunca más volver.












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