Era 1970. El Conjunto Folklórico Nacional realizaba una gira por Europa: Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria, Unión Soviética... Por primera vez Alfredo O´Farrill Pacheco actuaba en esa parte del mundo. Dentro del programa, Alemania era una parada para respetar: su público tenía fama de glacial.
Ya allí, sobre el escenario, mientras bailaban el Ciclo Congo, Alfredo se enterró un clavo en el pie. Con la adrenalina del momento no lo notó, pero sus compañeros empezaron a ver las manchas de sangre y a preguntarse quién estaba herido.
En un momento en que debía quedarse quieto, se vio el pie cubierto de sangre y enseguida sintió la punzada aguda del dolor. Nada podía hacer porque le tocaba el solo del baile de maní; y lo hizo con tanta fuerza y rapidez que fue ovacionado con fervor. Cuando finalmente lo atendieron, necesitó siete puntos.
Era la misma tozudez que lo había llevado hasta ese nivel de dominio artístico: «La danza folclórica me atrapó por una cuestión para mí importante; como me era tan difícil tenía que estar practicando y practicando, eso hizo que le cogiera cariño, amor y que dijera: “tengo que aprenderla porque me da la gana, porque tengo que hacerlo, si otras personas lo han hecho por qué yo no”. Además, veía a los portadores que no tenían la técnica que teníamos nosotros ni las condiciones y lo bailaban muy bien; entonces, yo tenía que bailarlo como era y eso me atrapó».
La voluntad de aprender, y la defensa de una idea: hay que preservar lo raigal e incorporar, a la vez, lo más moderno, hicieron primer bailarín y Premio Nacional de Danza al niño nacido en el barrio de Jesús María, el 25 de octubre de 1947; el que alfabetizó y luego entró al plan de becas, aquel que por embullo empezó en un grupo de aficionados y luego resultó escogido junto a menos de 20, entre centenares, para integrar el Conjunto, en 1966, y por 30 años.
Al decir de Rogelio Martínez Furé, O´Farrill «es el bailarín folclórico que logra llevar la danza del hecho folclórico a la escena, a la proyección; sin perder nada del original, es decir, de sus raíces, sin cambio alguno».
Justo por ello las muchas muestras de pesar por su fallecimiento, acaecido el lunes, como la del Primer Secretario del Comité Central del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, en su cuenta en x: «Ha fallecido en La Habana el maestro de maestros Alfredo O’Farrill, o Papá Shangó, como era conocido en el medio artístico. Con su partida, Cuba pierde a uno de los bailarines folclóricos más importantes de su escena».
La calidad de sus actuaciones la trasladó al ámbito de la docencia, sobre todo en la enseñanza de los bailes dedicados a los orishas del panteón yoruba cubano, tanto en la propia compañía como en escuelas y en la Universidad de las Artes, de la que fue jefe de Departamento del perfil Danza Folclórica por más de una década.
Sobre las razones para dedicarse así al crecimiento de otros, explicó: «Primeramente, me encantó la danza folclórica; segundo, me la enseñaron y la aprendí bien; tercero, porque quería que a los muchachos que les interesara la danza folclórica, la bailaran como debía ser».
Agradecido de sus propios maestros, como Santiago Alfonso, de quien dijo lo convirtió en un profesional, también lo estaba del proceso que había respaldado su ascenso:
«Yo conocí más de 80 países como primer bailarín del Conjunto Folklórico Nacional, gracias a la creación de esa prestigiosa institución por la Revolución, y en especial a Fidel. Estas manifestaciones danzarias, antes del triunfo de la Revolución, estaban marginadas y discriminadas por los regímenes anteriores; Fidel las sacó a la luz y les dio el valor y el reconocimiento nacional y mundial, ya que forman parte fundamental de nuestra nacionalidad».
Para muchos nadie puede interpretar a Shangó como él; pero quien se acerque o lo logre, algo le deberá al magisterio de O’Farrill: a su voluntad, a la forma de entenderse con la percusión, al respeto a las tradiciones, y a su manera de asumir la danza como un acto de franca comunicación.














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