Algo bien tenido en cuenta en los últimos tiempos por los decisores de Netflix es la señalada preferencia histórica de buena parte del público latinoamericano por las telenovelas de Televisa, Caracol, O´Globo u otras casas del continente. Es este un fenómeno expandido a diversas partes del planeta, muy vigente todavía, aunque algo menos desde la irrupción de los culebrones turcos.
Por tal causa, el emporio estadounidense comenzó a producir telenovelas, a las cuales solo les cambia el nombre del formato –o sea, las vende como series, aunque no lo sean– y les revienta el presupuesto, mucho más holgado que lo habitual para el género.
A estas les imprime una presencia de sexo/violencia harto más notoria que en los folletines lacrimosos del área, coartados de ello, en parte, al ser emitidos por cadenas abiertas en hora punta.
Al pasarlas por el filtro del algoritmo de la N roja, las convierte en productos sin alma e identidad, ambientados sin excepción en fastuosas mansiones burguesas y protagonizados por cuerpos curados en gimnasio, o mediante transformación física digital.
Esas anatomías, la cámara las observa de la forma más lúbrica y exhibicionista posible, como en La venganza de las Juanas (2021).
Varias de las actrices que componen a los personajes femeninos de estos nuevos zoológicos de cristal lucen atributos resultados de la cirugía plástica, no de la genética.
En esos materiales (muchos transmitidos en Cuba), el sexo es puerilmente gratuito y la glorificación del hedonismo raya cotas vergonzosas, sobre todo al apreciar esa expresa intención –tan vacua–, en medio de un mundo dominado por demasiadas urgencias que ninguna relación guardan con tales espacios de lujo o burbujas, en las que solo cobra interés la cama, el poder y la maldad.
La tendencia (la cual ha proporcionado gruesos dividendos a Netflix y cuenta con el potente y acrítico respaldo mediático internacional, que la plataforma puede darse el lujo de costear) iniciaría en 2020 con Oscuro deseo y alcanza el presente, por conducto de las recién estrenadas Medusa, Pecados inconfesables y La huésped.
En el camino figuraron ¿Quién mató a Sara?, La venganza de las Juanas o Pálpito, todas cargadas de escenas construidas al servicio de la exhibición de los cuerpos; no del desarrollo de los relatos.
Semejante desmán dramático solo puede dar como resultado trabajos contrahechos, sin lógica ni criterio argumental o de puesta, los cuales priorizan el deslumbramiento sensorial y el compartimiento de la impronta epicúrea de los personajes a un espectador obnubilado, preso en territorio de la evasión más burda.
Desvían la atención de la anorexia de su trama, mediante el recorrido visual constante de cuerpos imposibles de actores/modelos, a la manera de Rodolfo Salas, cuyos pectorales, abdomen... son objetivo voraz de la fotografía de Perfil falso. Igual ocurrió con el intérprete Eugenio Siller en ¿Quién mató a Sara?
Como no podía ocurrir de otra forma en la oportunista Netflix, en semejantes títulos también se afilian, con fervores inusitados, a los tiempos de «inclusión» y de congraciarse falsamente con el universo LGTBIQ+, por la vía del apuntalamiento forzado –e innecesario a efectos narrativos– de personajes y tramas.
Perfil falso (2023), por ejemplo, se transmuta a ratos en una ordalía frenética (el tema atrae también a Pecados inconfesables); una y otra vez, la historia sigue encuentros de impostadas poses tórridas, tríos, cuartetos o todo cuanto venga a la imaginación.
Lejos de reivindicar virtudes de la comunidad gay, cuanto hacen tales materiales es conducir a la errónea idea de que la integran personas primarias, bajo el dominio total del deseo las 24 horas del día, seres sin amor real ni valores.












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Me encanta Barbara Eden dijo:
1
1 de noviembre de 2025
12:39:52
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