Apenas había llegado el primer domingo de septiembre y ya nos debatíamos en qué actividad cultural emplearíamos ese último sagrado día de la semana. Saber si el clima ofrecería una tregua era casi imposible, pues cada tarde previa La Habana había sido devorada por chubascos, quizá porque mayo no le regaló suficientes lluvias.
Y en efecto, los pronósticos fueron acertados, pero ni un torrencial aguacero nos impediría asistir al más reciente estreno de la cartelera teatral capitalina: Un domingo llamado deseo, obra escrita y dirigida por el dramaturgo Norge Espinosa, que reúne al Proyecto Trotamundo y Teatro El Público cada viernes, sábado y domingo de septiembre, a las cinco de la tarde.
Llegamos hasta la sala teatro El Sótano sin saber qué argumento encontraríamos, solo con el gusto que provoca escuchar los nombres de los dos grandes protagonistas de esta historia.
La obra muestra a una actriz teatral veterana (interpretada por Verónica Lynn), de carrera amplia y exitosa, a las puertas de un homenaje que ella empieza a entender como la antesala de un adiós irreversible. Se encuentra con un antiguo jefe de sala (Carlos Pérez Peña), y luego con un joven actor, interpretado alternativamente por Ernesto Pazos, Joel Sotolongo y Fernando Ramírez.
Más que meros conflictos de vida entre los personajes, la pieza presenta las contradicciones entre el pasado, el presente y el futuro en su diálogo. Dice Espinosa a Granma que este viaje, marcado por las heridas y la alegría, ha sido un repaso a la biografía de una actriz, «una clase magistral que ella nos da y acaso un delirio ante lo que se representa: el instante en el que el personaje debe decidir el cómo será recordado.
«La memoria del teatro es particularmente vulnerable, pero tanto Verónica Lynn como Carlos Pérez Peña son portadores vivos de muchos de sus mitos y mejores anécdotas. Ellos no representan simplemente lo que yo escribí: alientan a esos personajes desde sus recuerdos, desde las claves no siempre visibles del texto».
En esta puesta en escena, Verónica viaja hacia su propia memoria, a través de un nuevo personaje, desde el cual ella resucita a su Santa Camila de La Habana Vieja o a su Luz Marina Romaguera, dos rostros esenciales que ella creó para la historia teatral de la nación.
«Me he mantenido viva porque he trabajado» es una de las aleccionadoras líneas que ofrece desde su personaje, y, mientras la observábamos, nos vimos colmados por el respeto que inspira alguien que, como ella, ha dejado su vida en las tablas de los escenarios.
Verla actuar constituye un deleite, y a sus 94 años demuestra que sigue siendo la misma gran actriz que debutó en la década del 50 del pasado siglo, ahora con la sabiduría que ha acumulado en el tiempo y a través de tantos medios.
Así nos dejó papeles tan memorables y de gran hondura sicológica, eternizados en la televisión y el cine, como el de Doña Teresa Guzmán en Sol de batey (1985), o la madre de Rachel en La bella del Alhambra (1989), por solo mencionar algunos.
Qué decir de Carlos Pérez Peña, un trascendental en la escena cubana, que le confiere a esta puesta en escena un valor extraordinario y constituye un excelente partenaire en las tablas para la actriz.
Comenta Norge Espinosa que este homenaje al pasado «es un espejo de muchas batallas, hallazgos y desmemorias en la historia de nuestro país; pero, también, un gesto de confianza en el presente y en la continuidad del teatro cubano».
Las largas ovaciones tras finalizar la función –de las que también fuimos partícipes– nos demostraron que apostar por el teatro nunca será un error, y que haber creído en el potencial de Un domingo llamado deseo, a pesar de los disímiles desencuentros cotidianos, tampoco.
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