
La plástica cubana tiene ejemplos suficientes de creadores que, a pesar de su muerte prematura, dejaron una obra perdurable. Constan así reconocidos nombres como Juana Borrero (1877-1896), Arístides Fernández (1904-1934), y otros más cercanos a la contemporaneidad, e igual de trascendentales, como Belkis Ayón y Juan Francisco Elso, ambos fallecidos a la temprana edad de 32 años.
Entre ellos, también se encuentra el pintor Juan Roberto Diago Querol (La Habana, 1920–Madrid, 1955). Su obra, injustamente, se ha calificado como un legado inacabado e incompleto, dada la brevedad de su vida y aquella «trágica prisa» hacia su muerte, en circunstancias que aún se consideran misteriosas.
Sin embargo, su grandeza pictórica quedó demostrada en todo el breve conjunto de sus creaciones. Él, sin duda, es una de las figuras más originales de la segunda vanguardia de la pintura cubana moderna (1938-1951); un joven prodigio como pocos entre los que han visto la luz en nuestro país. Fue heredero de una estirpe de artistas, y a la vez tronco para quienes continuaron aportando a la cultura insular –como su nieto de igual nombre y también creador plástico.
En la adolescencia, materializó uno de sus mayores anhelos cuando inició sus estudios de artes plásticas, finalizados en 1941, en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, en La Habana. Con ese aval pudo fundar, en Matanzas, la Escuela Provincial de Bellas Artes, que actualmente lleva su nombre.
En ese recién graduado ya se avizoraba un artista de honda calidad. Así se lo hizo saber el escultor cubano Juan José Sicre –autor del Monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución– a Alfred H. Barr, primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Ya en 1944, ambos seleccionaron a Diago para participar en la exposición de Pintores Cubanos Modernos en el MoMa, si se tiene en cuenta que solo 13 creadores fueron invitados, su presencia sobresale en ese contexto.
Sobre Diago, ha dicho José Alonso-Lorea, licenciado en Historia del Arte y estudioso de su obra, que desde su génesis sobresalió su intención de «crear un arte que no pretende ser agradable para el público» y, cual hacedor de metáforas, de «una abstracción de complejo entendimiento».
Influenciado por las enseñanzas del cubismo y del surrealismo, ingenió novedosos lienzos sobre las deidades del panteón yoruba, las vírgenes católicas, y abrazó el esoterismo desde el buen dibujo, la soltura de sus trazos, y su personal combinación expresiva de los colores.
Por otra parte, su trabajo también alcanzó notoriedad al ilustrar libros de escritores como Cintio Vitier, Eliseo Diego, Carilda Oliver, y hasta el mismísimo Juan Ramón Jiménez –premio Nobel de Literatura en 1956–, para cuyo libro, Platero y yo, realizó las viñetas en 1943. Igualmente, impresionó a la bailarina Alicia Alonso, con diseños escenográficos para los decorados de las obras del ballet clásico.
Para Roberto Cobas Amate, curador de Arte Cubano, del Museo Nacional de Bellas Artes (mnba), a lo largo de los años Diago fue injustamente considerado una extensión colateral de la obra de Wifredo Lam, por su cercanía con la estética y los temas tratados por Lam; sin embargo, es justo reconocerlo como una figura relevante en el abordaje del tema afrocubano:
«Su mundo mágico es absolutamente original y primitivo, y esta apreciación fue la que representó en su cosmovisión. Su manera de entender lo afrocubano le hizo caminar por un sendero paralelo y convergente que permite identificar un terreno en común, pero distinto al de Lam».
Con certeza, él es un artista excepcional de la plástica cubana del siglo xx, de un talento transgresor e irreverente. Sus obras, al decir del especialista, poseen un fulgor «que llega a nuestros días y aún nos ilumina».
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