Cuando se aprecia un filme en el que se explora, entre otros temas, el amor homosexual, con la exquisita agudeza de Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019), uno se pregunta cómo es posible que su autor entregue, más tarde, un título que aborde otra relación homoerótica entre dos hombres, pero sea tan dispar y de tan escaso aliento.
Extraña forma de vida (Pedro Almodóvar, 2023), estrenada este mes en el Festival de Cine de Verano, resulta una cinta menor, prescindible al apreciarse en conjunto la filmografía del director de Todo sobre mi madre, Tacones lejanos y Volver.
Si ya existían Brokeback Mountain y El poder del perro, de Ang Lee y Jane Campion, respectivamente; pero, sobre todo, si ya existía su Dolor y gloria, no había necesidad de que el gran director español se sometiese aquí a la concreción de esta encomienda.
Encomienda escribo, porque se trata de un encargo al servicio de la productora de una casa modista (Saint Laurent Productions), del cual Pedro sale mal parado ya desde su endeble arranque, con el joven cantando el fado de Amália Rodrigues, en voz de Caetano Veloso.
Por supuesto –obvio–, esa es una seña de identidad de su obra y gustos, pero no para este tipo de cine, aun entendiéndose, y todo, que le asiste al filme un supuesto afán transgresor. Cuanto ocurre es que no estamos en Hable con ella. Si un vaquero, con esa cara, canta eso en medio del oeste, no pasa de la primera palabra, por muy peculiar que sea el western que filmes.
Broma aparte, lo anterior sería algo insignificante en comparación con todo lo que sigue en un mediometraje que falla a nivel de guion y de composición de personajes, contradictoriamente, dos de los apartados históricos más destacables del cine del autor.
No hay entidad ni carnadura dramática en estos seres (bien interpretados, eso sí, por Pedro Pascal y Ethan Hawke; más por el primero). Ni su dolor ni su pasión ni sus supuestas encrucijadas emocionales resultan creíbles, a falta de manifestarse o aceitarse los goznes dramáticos que los autentifiquen.
Extraña forma de vida resulta, más bien, un pretexto para constatar que, además del melodrama, a Almodóvar, como a tantos, le van las formas clásicas del western, algunos de cuyos ideologemas y marcas de agua intenta filtrar o desacralizar, en un relato que pretende, sin mucha fortuna, transgredir sus arquetipos de género, algo ya hecho antes muchas veces y mucho mejor.
Al margen de lo dicho, representan buenos motivos formales para disfrutar de Extraña forma de vida tanto la extraordinaria música de Alberto Iglesias, como la ducha cámara de José Luis Alcaine, colaboradores habituales del cineasta manchego.
Y podría constituir otro motivo, para quienes les agrade el señor Pedro Pascal (galán maduro que causa furor en parte del público en cada película que aparece), apreciar esa acaramelada imagen que le hurtan a su trasero. Ese que, poco antes, mirase, con no disimulado fervor, el personaje de su amigo–amante de 25 años atrás, compuesto por Ethan Hawke.
Se consigna lo anterior para que se comprenda que la escasa sutilidad y los hueros subrayados de este mediometraje ninguna relación guardan con la inteligencia, lucidez y el pulso lírico –real, no impostado– de la delicada Dolor y gloria.
Volviendo al chileno Pascal, él protagonizó la primera temporada de la serie The Last of Us, western en clave pos– apocalíptica, cuyo episodio 3, llamado despectivamente por homófobos y puristas el capítulo gay de la serie, narra una relación homoerótica.
Supongo que, omnívoro como es en materia visual, Almodóvar debe haberlo visto, como igual las cintas Love is Strange y Supernova. En ese capítulo y en ambos filmes está expresado, de forma magistral, todo lo que él no fue capaz de transmitir en Extraña forma… sobre la hondura e intensidad del amor entre dos hombres.
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