
Cuando aquella mañana del 5 de agosto de 2020 la noticia recorrió el país, se enlutaron, junto con la cultura cubana, muchas, muchísimas almas, desde las más jóvenes hasta las de sus contemporáneos. Tal vez por cálido y generoso; o por escribir desde una pasmosa sinceridad; o por la dimensión de su magisterio –lo mismo desde las pantallas caseras que desde el aula–, saber que Eduardo Heras León había fallecido causaba un dolor similar al que se experimenta cuando se pierde a un familiar querido o a un gran amigo.
Por mi pecho juzgo el sentir ajeno. Unas tras otras, llegaban al pensamiento estampas en las que el Chino Heras impartía sabias clases, en aquellos cursos televisivos de Universidad para todos –que sin que nadie nos ubicara frente al televisor, nos hizo convertirnos en los más disciplinados estudiantes, seducidos por el rigor de un contenido que no nos queríamos perder–; lo pensé también muy feliz, cuando en 2019, rodeado de sus lectores y de su pueblo, se le dedicó la edición 28 de la Feria del Libro de La Habana, FILH.
Imposible no recordarlo en la ceremonia de entrega de su merecido Premio Nacional de Literatura 2014, celebrada en la sala Nicolás Guillén de La Cabaña, en la 24 FILH, tan vivo y cabal, tan por encima de las pequeñeces y los equívocos, avalado por quienes lo conocieron muy de cerca y por él mismo, y estremecedoramente aplaudido tras una alocución que tituló: Una promesa, un premio: un sueño compartido.
En el texto, Heras León repasaba un momento crucial en su vida, aquel en que, con ojos llorosos, le aseguró a su padre enfermo que cuando fuera grande sería escritor, «para que estés siempre orgulloso de mí», y recordaba cómo aquel niño, después de «limpiar zapatos y portales, vender periódicos y billetes de lotería», para contribuir a la subsistencia del hogar, escribía versos.
En aquellas revelaciones, el premiado aludía a la significación que tuvo para jóvenes con un pasado como el suyo, el triunfo de la Revolución, en que «la noche quedó verdaderamente atrás», y «un mensaje de dignidad, justicia y honradez antes desconocido, caló en nosotros con tanta profundidad, que le ofrecimos hasta nuestras vidas para defenderlo. Y entonces, más que escribir, en esos momentos decidimos vivir. Y eso fue lo que hicimos».
Admirado ante los cambios que vivía el país, y ya estudiando periodismo –comentaba–, entendió como un deber referirlos y eso fue Los pasos en la hierba, un libro que sufrió erradas interpretaciones cuando lo que pretendía, con el rigor de su escritura era «contar la historia, pero contarla toda, con sus contradicciones, con sus aciertos y errores, con sus miserias y heroísmos, con su coraje y sus cobardías, con su amor, pero también con su odio. Esa era la estética de nuestra generación. Así la entendíamos y así nos propusimos contarla. Y aunque parezca un lugar común, queríamos decirles a los jóvenes a quienes iba dirigida nuestra obra: “Esta es la historia, léela, para que aprendas lo que nos costó: sangre, sudor y lágrimas. Ahora que ya lo sabes, defiéndela”».
Tras el castigo y las circunstancias, se hicieron más fuertes el escritor y el hombre, que recobró la confianza en los seres humanos, y alcanzó a ver que, con el paso de los años, «la buena literatura, como el arte, conservó sus valores, superó los obstáculos y lentamente salió del marasmo para volver a entonar su canto de libertad y de esperanza».
Decir Eduardo Heras León es –y fue en ese momento en que lo supimos fallecido– decir el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, más conocido por el Centro Onelio, un proyecto al que le entregó una parte importante de su vida y que renovó su «insobornable vocación de maestro».
Es recordarlo –sin que se nos olvide un solo día– desde las palabras de sus amigos, desde su obra narrativa y ensayística, y desde su conducta, como un ejemplo de intelectual que no se consideró más importante que su país, y que creyó, tal como lo dejara dicho, en la justicia de la Revolución.
COMENTAR
Responder comentario