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Aria Mia Loberti protagoniza La luz que no puedes ver. Foto: Fotograma de la miniserie

La integración de un equipo creativo de reconocida trayectoria, la base inspirativa en un texto literario de éxito y una trama con elementos que podrían, y deberían, alcanzar mayor impacto emocional no se relacionan con la deslucida puesta en pantalla o la falta de nervio dramático de la miniserie La luz que no puedes ver.

El material de Netflix, de estreno en la Televisión Cubana, está basado en el suceso editorial del mismo nombre: una novela de Anthony Doerr, ganadora del premio Pulitzer en 2015, ambientada en la Francia ocupada durante la II Guerra Mundial.

Su creador es el ingenioso escritor, director y guionista inglés Steven Knight (Peaky Blinders, Tabú) y su director, el canadiense Shawn Levy (realizó tres temporadas de Stranger Things), artífices de sucesos televisivos muy vistos en el planeta. De la música se encarga alguien con cerca de cien bandas sonoras para cine, como James Newton Howard, y calzan el elenco (en calidad de secundarios) los por regla rotundos Mark Ruffalo y Hugh Laurie.

Pero, Knight y Levy, lejos de sus territorios, están como peces fuera del agua. Demuestran que no pudieron armarse del comedimiento, el tacto, la sensibilidad y el tono para materializar una versión audiovisual de un relato en el que la micro y la macrohistoria debían fundirse para sellar un mosaico humano de pena y superación.

Por el contrario, lo que entregan es un tan sentimentalista como cansino melodrama de trasfondo bélico, sin mérito para destacar en su diseño de producción (básico en historias transcurridas en medio de la guerra), actuaciones desequilibradas, con maniqueísmo de los personajes, subtramas artificiosas y anticuada morfología.

Típico ejemplo del telefilme de sobremesa que se olvida antes de dormir, La luz que no puedes ver, ante todo, desaprovecha la exploración del potencial dramático de esta historia sobre una adolescente francesa, ciega, quien ayuda a las tropas aliadas mediante mensajes de radio en códigos; y un joven alemán, experto de radio, encargado de descubrirla, pero quien quiere protegerla.

Lo desaprovecha, sobre todo, al no ser capaz de rentabilizar dramáticamente los puntos de convergencia que conectarían a los dos seres humanos, al menos de una manera más profunda, desprovista de la superficialidad característica de la pieza.

Este es el clásico ejemplo de una serie ortopédica en la conformación de personajes: todos los villanos nazis usan el mismo tipo de zapato, sin el espacio de una uña para salirse del modo satánico. La subtrama de uno de ellos (pura caricatura el personaje) en busca de la joya fantástica que cura todas las enfermedades, poco aporta, para solo pasar como un apéndice innecesario dentro del relato.

Mark Ruffalo, en el rol del padre de la adolescente, no encuentra aquí el mejor de sus papeles, y abusa de lo acaramelado en su composición, más cuando interactúa con la hija. Sí tiene dos o tres escenas junto a Hugh Laurie, confirmantes de su talento.

Los cuatro capítulos pasan, inverosímilmente, entre personas que no huyen a los refugios cuando comienzan los bombardeos nocturnos norteamericanos, e invocan a cada rato la libertad que les traerán los uniformados yankis. El peor Netflix, en forma y mensaje.

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