
Hace 65 años, Harper Lee (Monroeville, Alabama, Estados Unidos, 1926-2016) publicó una obra maestra. Apenas un año después de la aparición de la novela Matar un ruiseñor, su autora recibió por ella el Premio Pulitzer de Ficción. Poco después, la historia llegaría también al cine y a los Oscar.
Desde entonces, el relato ha estado vivo: sucesivamente editado y leído, referenciado y presente en el debate social; justo, porque la realidad que denuncia ha cambiado, pero no.
Matar a un ruiseñor es, prácticamente, el único libro de Lee –poco antes de su muerte apareció un manuscrito temprano que permanecía inédito, Ve y pon un centinela–, pero basta para aquilatar el temperamento de una voz, capaz de entender y reflejar el clima de doblez moral y de crueldad que el racismo imponía en el sur de Estados Unidos, en la década del 30 del siglo XX.
Con acento autobiográfico, la autora narra desde la perspectiva de Scout, una niña de ocho años, quien junto a su hermano de 13, Jem, descubre, y así crece, las interioridades más sórdidas de su pueblo, Maycomb. Los pequeños conflictos infantiles y la curiosidad por un supuesto vecino enclaustrado, Boo Radley, dan paso a preocupaciones más agudas, por la decisión del padre –un abogado viudo, de mediana edad, Atticus Finch–, de representar a Tom Robinson.
Tom, un joven negro, ha sido acusado, injustamente, de violar a una mujer blanca; pero, para la comunidad, que se le defienda siquiera es ya una ofensa mayúscula.
No se trata solo de que la historia sea poderosa, sino de que Lee la cuenta de manera magistral; tanto es así, que llegó a inspirar los celos de un gran amigo de la infancia y de buena parte de su vida, Truman Capote; cuyos rasgos se descubren en uno de los personajes de la novela.
Hay que leer la prosa elástica y prístina de Harper: «…hacía más calor entonces: un perro negro sufría los días de verano; las flacas mulas enganchadas a los carros espantaban moscas bajo la sofocante sombra de las encinas que había en la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos rígidos de los hombres se veían lánguidos. Las damas se bañaban antes de la tarde, después de su siesta de las tres, y al atardecer estaban como blandos pastelitos cubiertos de sudor y dulce talco».
El libro, plagado de caracteres inolvidables, usa, a la par de la opresiva atmósfera que la injusticia impone, el humor y la ironía, y se alza como un alegato en favor de la inocencia: «Recordad que es un pecado matar a un ruiseñor», les dice Atticus a los hijos que aprenden a disparar. En el relato hay muchos «ruiseñores», uno de ellos, Tom:
«Atticus había utilizado todas las armas de que disponía un hombre libre para salvar a Tom Robinson, pero en los tribunales secretos de los corazones de los hombres Atticus no tenía dónde apelar. Tom era un hombre muerto desde el momento en que Mayella Ewell abrió la boca y gritó», concluye Scout.
Atravesada de amor paterno filial, de feminismo, de dolor y hasta conmiseración frente a la bajeza que supone la inequidad, esta novela de áspera belleza merece ser leída, más y siempre.










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