
Cuando la pandemia de la covid-19 se afianzó, ninguna obra literaria se me pareció más a lo que el mundo vivía que aquel Ensayo sobre la ceguera, escrito, hacía 25 años, por José Saramago (16 de noviembre de 1922, Azinhaga, Portugal - 18 de junio de 2010, Tías, España). La sensación de pesadilla, el contagio de un mal y la nitidez con que ambos infortunios –el real y el fantástico– permitieron ver las averías de la sociedad contemporánea no pudieron menos que ratificar lo ya consabido: la grandeza de un autor, consciente de las utilidades del arte, no en balde Premio Nobel de Literatura.
La alusión primera a Ensayo..., al hablar de Saramago, llega tal vez por tratarse de una novela de angustioso impacto, que nos recuerda un hecho relativamente cercano, pero son muchas las que integran su catálogo, en el que se percibe su pasión por la historia y el pulso crítico del entorno político y social contemporáneo. Recordemos, por solo citar algunos de sus títulos, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, La caverna, Ensayo sobre la lucidez y La balsa de piedra.
Antes de convertirse en uno de los ídolos de los más exigentes públicos, Saramago fue cerrajero y ayudante de mecánico, y ejerció el periodismo y la traducción. Su consenso del lado de la justicia social lo llevaría a luchar en la Revolución de los
Claveles. Sus convicciones le valieron para ser militante comunista, «un comunista libertario», como dijo alguna vez que se sentía. Tenía 52 años cuando decidió que sería la literatura el camino por el que enrumbaría su vida.
Con ojos de humanísima justicia miró al Sur, en el que halló una buena parte de sus adeptos, y amó a Latinoamérica y a Cuba, sin que la palabra apresurada ni la vacilación para reconocer el error pusieran a prueba el sentimiento confeso y, a la par, retribuido.
Su nombre hizo las delicias en los medios hegemónicos cuando, en 2003, expresó públicamente un desacuerdo con una medida tomada por la Revolución Cubana. En la ocasión, manifestó una irreconciliable postura para con el país, que más tarde reevaluaría, y quedaría pronto solventada.
Al llegar una vez más a la Isla, en 2005, compartió su nuevo punto de vista: «Lo que importa es que estoy aquí, que soy amigo de Cuba y que la manipulación mediática no me quita el sueño. (…) Por lo que se dice continuamente pareciera que no tiene el mundo otro problema que Cuba, cuando esta Isla no es uno de los países que más preocupaciones da a los habitantes del planeta. Más bien lo contrario. Cuba no es, y no ha sido nunca, un país de donde haya salido una acción terrorista. Cosa que no puede decir Estados Unidos».
De estas y otras declaraciones similares, en los citados medios, ni una sola palabra. Saramago, junto a su inseparable compañera Pilar del Río, visitó entonces la Casa de las Américas, y habló del privilegio humano de pensar. «Pensar es un placer», dijo entonces; un ejercicio al que nos convoca un lusitano que dejó una obra para la posteridad, más codiciada aún después de su muerte, y en la que una voz universal abraza a los desfavorecidos y los glorifica.
COMENTAR
Responder comentario