ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Rosita Fornés es una figura entrañable para el pueblo cubano. Foto: Jorge Luis González

El tiempo indetenible marca hoy cinco años de aquella noticia que consternó a todo un pueblo. Su vedette, la Vedette de Cuba, la carismática Rosalía Palet Bonavía, conocida por Rosita Fornés, había muerto, a los 97 años, en Estados Unidos, rodeada de familiares y amigos.     

Rosita había pedido descansar en el país que consideró su patria, en la que vivió y se ganó la admiración, el respeto y el aplauso estremecedor de toda una Isla; incluso, cuando no fuera exclusivamente en suelo cubano donde triunfara como artista total. Ya había sido suscrita como la Novia de México, su Primera Vedette y Primera Vedette de América, en esa hermanísima tierra, cuando decidió que sería Cuba, sin cuestionamiento alguno, el sitio en el que por siempre permanecería.

En Cuba, la niña que jugaba a ser artista, lo mismo dramatizando que cantando o moviendo el cuerpecito al ritmo de la música, se abrió al arte, luz que marcó su existencia, y en la que brilló ungida por el talento y la vocación, no sin emprender súplicas familiares –pues para ella no se había reservado, en el deseo hogareño, el mundo del escenario.

La adolescente que, con 15 años, se presentó en el programa La Corte Suprema del Arte y ganó el primer premio, no tuvo, desde entonces, descanso. Los contratos le llovieron porque, como ha dicho Miguel Barnet, «ella se inscribió en el hall de las estrellas cuando las otras pasaron fugaces cuando no inadvertidas», y «tuvo ese don especial y supremo que le dio la vida y que se consagró con la aprobación del más exigente y sensible gusto de su público».

Rosita no solo fue la artista completa que dejó boquiabiertos, ante su esplendor y su gracia, a los espectadores, lo mismo en el cine que en el teatro que en la televisión. Bastaría con escucharla hablar en las disímiles entrevistas que concedió,  algunas ya en su adultez mayor, para advertir, en esta dama, su probada generosidad y su condición elevada de madre, esposa, hija y abuela; su sentido de la amistad y de la lealtad; sus andanzas por el difícil mundo de la escena, sin dañar ni dejarse arrastrar por sentimientos viles, lejos ella de toda bajeza, y ante los naturales desencuentros, comportarse a la altura de los seres grandes.  

Rosita quiso descansar en esta tierra, en la que se forjó desde la infancia su carácter, y donde fue feliz. Así lo había pedido, para que el reposo eterno le fuera concedido junto a su madre y a su esposo, el reconocido actor Armando Bianchi.

En difíciles circunstancias –pues la pandemia de la covid-19 azotaba al mundo– fue traído su cadáver a la patria.  En el Teatro Martí, espacio que la acogió con largas temporadas líricas, fueron las exequias de la Rosa de Cuba, su Rosita Fornés. Después de haber entregado tanto, nos daba un adiós, todavía imperceptible. Nombrarla es ver su estampa, de radiante y sincera sonrisa, esparciendo su fulgor y su aroma de estrella.

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