En la francesa Cahiers du Cinema, entre las revistas de cine más respetadas del planeta, alguna vez nombraron auteur a M. Night Shyamalan. Aunque muchos críticos estadounidenses –quienes, en buena parte, siempre le tuvieron ojeriza– se burlaron, en realidad sí fue un autor (en su momento). Pero, luego las cosas cambiaron.
Desde El sexto sentido (1999) y El protegido (2000) hasta El fin de los tiempos (2008), el realizador indoestadounidense desembarcó –en las costas de ese Nuevo Mundo suyo del fantastique–, la Pinta, la Niña y la Santa María del ingenio, sugerencia e imago: trinidad que nos hizo confiar en la vitalidad permanente del nuevo «descubridor» del género.
Costaba creer, por tanto, y todavía dolería más constatarlo, que el creador de La aldea (2004), esa visionaria e ideológicamente iluminada obra maestra del cine estadounidense, sucumbiera de a poco a las aguas más turbias del mainstream, y perpetrase dos engendros como Airbender (2010) o Después de la Tierra (2013). Los dos, incluso blancos de más deficiencias que La dama en el agua (2006), anterior y premonitorio fiasco del firmante de Señales (2002).
¿Qué fueron de sus aptitudes para la puesta en pantalla, aquella proverbial sutileza, la sagacidad en su visión, la destreza en la composición de atmósferas y en urdir suspenso, su manejo de la extrañeza y el fuera de campo, la elusión de la linealidad, la introducción de varios puntos de vista, la grandeza en la resignificación, la plausible conformación tipológica de sus personajes u otros méritos evaporados en el trayecto del cineasta?
Quien alguna vez fuese llamado «el nuevo Spielberg» se adentraría, en fecha reciente, en una senda de cintas irregulares (Fragmentado, Viejos, Llaman a la puerta), edificadas sobre una base comercial, aunque siempre con un toque personal. La trampa (2024), estrenada en Cuba, la pensó para públicos más masivos. No es un simple dato que costase 30 millones de dólares y recaudase casi el triple.
Con Hitchcock y el De Palma de Ojos de serpiente en la mira, el aún joven (y con tiempo para recalibrarse) cineasta de 55 años orla un acto inicial loable en el tratamiento del suspenso, la tensión y la variabilidad de situaciones en un espacio cerrado (el estadio al cual el asesino serial, personaje central del filme, lleva a su hija a un concierto pop).
El criminal, confinado, es seguido de cerca por un ejército policial. Y aun así logra evadirlo. Son meritorias las soluciones de guion, montaje y fotografía mediante las cuales La trampa se las arregla para que esa extensa área de acecho/evasión no decaiga, ni en interés argumental ni en ritmo. Se agradece ver, enhiesto, el proverbial nervio de Shyamalan, durante eficaces momentos de cine.
La trampa, sin embargo, resulta estropeada por el peso de su incoherencia, al traicionar en su segunda hora a una primera parte que prometía, para solo quedarse en agua de borrajas.
Cuando el asesino sale del estadio, todo comienza a desmoronarse. El Director, intentando actuar en consecuencia con su marca histórica del célebre «giro final de Shyamalan», cae en su propia trampa: estira este en demasía, confunde sus grados dramáticos, descarría el tono y convierte tal zona en mera broma. El cineasta, en verdad, no efectúa un giro final, sino un majadero y tonto viraje de 180 grados. Es lamentable.
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