
«–No cruce por ahí. Puede haber minas.
«Parece no haberlas, pero al caminar se tropieza con cientos de granadas sin detonar. A lo lejos, el sordo retumbar del cañón, el reventar de los obuses, tienden un telón de fondo de pelea. La desolación del lugar, con más cadáveres vestidos con ropa pintarrajeada, se acentúa por el mosquerío que los ronda… (…) A mi lado hieren a un combatiente. La mancha oscura, pegajosa, crece sobre su camisa a la altura del hombro izquierdo. Él se cubre con la mano abierta e intenta ocultarlo. No quiere que el Responsable lo mande a la retaguardia.
«Anochece. Un hombre de modesta apariencia se abre paso, me busca. (…) –Ayer (…) salí con mi mujer, mis hijos, y algunos niños heridos durante los bombardeos, en busca de un refugio. Al llegar a la curva de Caletón, a pesar de la sábana blanca que agitamos, nos ametrallaron. Casi todos cayeron. Mi mujer entre ellos. La recosté a mi hombro y ella animó a la hija mayor: que no llorara ni dejara la Milicia, porque esta es nuestra Revolución».
Quien esta escena presenció, para luego llevarla a la escritura, es nuestra Dora Alonso, la autora de Aventuras de Guille, El valle de la pájara pinta y El cochero azul; la novelista que legó a las letras cubanas Tierra inerme, Sol de Batey y Tierra brava; la poetisa que compuso para los niños La flauta de chocolate y El grillo caminante; la dramaturga que para ellos concibió Pelusín del monte y Espantajo y los pájaros; Dora, la conocida guionista radial...
En el fragmento citado, la pluma se desliza para describir, en su Diario de guerra, sus vivencias como corresponsal de guerra durante la invasión mercenaria en Playa Girón. Titulado En Playa larga, el relato forma parte del libro El año 61, en el que Dora incluye, además, hermosísimas narraciones sobre la Campaña de Alfabetización.
Aunque decir su nombre nos remite, de inmediato, a la literatura escrita para niños, de la que fue y es un pilar, Dora escribió para todos. Desde pequeña se le llenaba el pensamiento de historias imaginarias que después llevaba al papel. Estudió periodismo y sintió en su ser, desde muy joven, la necesidad de conquistar la justicia social de que adolecía su patria; por eso se alistó en la insurrección.
Fue madre adoptiva de un niño mulato, un huerfanito que se llevó, en 1953, a vivir con ella. José Joaquín Alfonso Malagón fue rescatado, en palabras de Dora, de «la más asqueante de las creches de La Habana. (…) Pero de aquella cosa oscura, de aquellas raíces desconocidas, de aquel mundo poblado de horrores y de lágrimas que fue su infancia, salió un hombre bueno».
De profunda vocación martiana, Dora hizo literatura con las impresiones ganadas al atestiguar el abuso, la humillación, el racismo y la explotación colonialista que azotó a Cuba antes del triunfo revolucionario. Los premios acompañaron durante toda su vida a aquel ser de traslúcida dulzura, que en los niños halló su más instintiva inspiración.
Obtuvo, entre muchos otros, el premio nacional Hernández Catá, en 1947; el Casa de las Américas, de novela, en 1961; y de literatura para niños y jóvenes, en 1980; el Premio Mundial de Literatura José Julián Martí; y en 1988, el Premio Nacional de Literatura. Pero el más grande reconocimiento trasciende incluso su deceso, acaecido un día como hoy, 21 de marzo, hace 24 años; y es que su espíritu vive en el nuestro, gracias a su generosidad tan sabiamente esparcida.
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