El inmenso vacío que deja Pedro de Oraá en la cultura cubana estará compensado por el valor de un legado que no solo comprende su obra en múltiples campos de la creación artística y literaria, sino en la medida que sea ejemplo inspirador para las actuales y futuras generaciones.
Próximo a cumplir 89 años de edad, este habanero de amplísima cultura, aun sabiéndose enfermo, no dejó de hacer planes. Su muerte el último martes en la noche, a consecuencia del cáncer, que desde meses atrás padecía, interrumpió proyectos de al menos una nueva exposición de pintura y la materialización en espacios públicos de objetos escultóricos.
A Pedro, merecedor del Premio Nacional de Artes Plásticas 2015 por la obra de la vida, se le reconoce como uno de los grandes cultores del abstraccionismo. Corriente artística que manifestó su primera evidencia grupal en Cuba con Los Once (1953) –Pedro los conocía, pero nunca expuso con ellos– tuvo su confirmación poco después con el núcleo de los llamados Diez Pintores Concretos, en el que De Oraá desempeñó un papel protagónico junto a Loló Soldevilla.
Ambos fundaron en octubre de 1957 la galería Color-Luz, en Miramar, espacio que aglutinó al grupo hasta 1961, integrado, además, por Sandú Darié, Luis Martínez Pedro, José Mijares, Pedro Álvarez, Salvador Corratgé, Alberto Menocal, José Rosabal y Rafael Soriano.
A partir de ese momento, su obra visual en la pintura, el dibujo y el diseño, creció consistente y coherente. En una ocasión dijo sobre su credo artístico: «He perseguido siempre en mi trabajo el beneficio de la sobriedad. Y no creo que se trate de una normativa restringida, sino de una premisa abierta, válida para todo tiempo y toda escuela técnica, porque no es un estilo, es el sentido de equilibrio aplicable al estilo».
Eslabonó más de una treintena de exposiciones personales, en febrero del presente año, su obra se expuso en Zona maco junto a Tapies –las más recientes en las galerías Orígenes, Villa Manuela de la Uneac y Collage Habana– y participó en cerca de dos centenares de muestras colectivas dentro y fuera de Cuba. Museos e instituciones públicas de Estados Unidos, Bulgaria, Alemania, México, España, Colombia y, desde luego, el Museo Nacional de Bellas Artes, atesoran producciones suyas.
En su evolución durante los últimos tiempos regresó al más puro abstraccionismo geométrico, desde una perspectiva esencial, la de una decantación formal impregnada de audacia y frescura, lo cual encontró eco en jóvenes colegas y espectadores.
Otra área de creación se concentró en el diseño de libros, oficio reconocido con el Premio Nacional de la especialidad en 2011. Creó en 1961 la Editora Pálpite y dos años después Belic, que publicó, entre otros títulos, El oscuro esplendor, de Eliseo Diego, y Elegía a Manuel Ascunce y otros poemas y dibujos, de Adigio Benítez. En esa década integró el equipo de diseño del Consejo Nacional de Cultura. En la Uneac consolidó su jerarquía como diseñador, tanto en los libros de la editorial como en la revista Unión.
Debe destacarse, además, la trayectoria de Pedro como crítico de arte y, de manera muy especial, su producción poética, en la que sobresalen las colecciones de versos El instante cernido (1953), Estación de la hierba (1957), Destrucciones por el horizonte (1968), Apuntes para una mítica de La Habana (1971), Suma de ecos (1989), Umbral (1997) y la antología personal Cifra (2003). También vieron la luz los ensayos de Tiempo y poesía (1961) y los relatos Vida secreta de la Giraldilla (2003).
Interrogado sobre su concepto del artista que se define por la línea del abstraccionismo, respondió: «Es aquel que percibe y descifra la realidad como interiorización y no como entorno y superficie. La realidad es cambiante y relativa, pero el objeto de la abstracción es fijarla en su aspecto no visible. El objeto abstracto se instala en el espacio de la realidad –sea pintura, escultura u otra materia recreada–, y pasa a ser objeto desconocido, pero real y concreto en su espacio».












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