
Casi centenario, Sindo Garay se vanagloriaba de ser el único cubano vivo que le había dado la mano a José Martí. Sucedió en 1895 en Dajabón, un pueblecito limítrofe entre Haití y Santo Domingo, un pueblecito muy pobre que, sin embargo, representó una tabla de salvación para el pequeño, avispado trapecista, acróbata, payaso entrenado en pequeños circos cuya movilidad permitía aprovechar cualquier oportunidad de recaudar fondos para el combate en los campos de Cuba.
Al calor de aquella larga historia de luchas libertarias, la vida en pueblos y ciudades como el Santiago de Cuba de Sindo Garay y Pepe Sánchez –entre otros cantadores– estaba plagada de ocasiones para hacer un aparte y transmitir una información o dar forma a una riesgosa mensajería que el propio muchacho asumiría más de una vez, y que incluiría el cruce de la bahía a nado para entregar alguna encomienda cuyo destino demandaba el más absoluto secreto. Curiosas formas de clandestinaje avivaban la cubanía en el ejercicio de los más variados oficios. La conciencia patriótica, el imperativo de no cruzarse de brazos, marcaban el diario vivir.
Enrolado en uno de aquellos humildes circos, Sindo cruza el mar rumbo a la isla de Santo Domingo y entra, por Cabo Haitiano, a un nuevo escenario donde la mucha pobreza arruina la aventura y dispersa a los integrantes del elenco. Aconsejado por algunos haitianos con quienes traba amistad, decide lanzarse en solitario a probar suerte, rumbo norte, hacia la frontera. Viaja en burro, y solo lleva consigo unas pocas pertenencias en un jolongo colgado al hombro. La entrada al pueblecito de Dajabón le produce tristeza: en las memorias que transmite a su biógrafa, Carmela de León, narra la visión de unas callecitas pobres donde las jóvenes visten de negro. Buen hablador como era, alguien con quien comenta acerca de su precaria situación, le habla de Lola, una generosa mujer dominicana muy dada a ayudar a la causa de los cubanos. En efecto, Lola no solo le abre espacio para el descanso en su morada sino que también le ofrece un rincón en su patio para armar una rudimentaria mesa que le permitirá ejercer el oficio de talabartero. La calidad de sus modestos trabajos valió para que un buen día alguien le encargara, con bastante apremio, la confección de una elegante montura. Ya para esa fecha el trovador había logrado comprarse una guitarra malísima ( «un guitarro» –decía) y se sentía poderoso, empatando día y noche al pie del algarrobo del patio bajo cuya sombra laboraba todo el día, y por entre cuyo follaje contemplaba las estrellas y fijaba acordes y melodías en la noche, hasta que el sueño le rendía.
Una mañana, estando en plena faena, ve llegar a Lola muy agitada, con el mandato de abrir paso a una visita inminente que en pocas horas honraría al patio: «¡Esta tarde viene Martí a hablar para un grupo de cubanos!». Todo fue veloz: el desmonte de la mesa de talabartería, la improvisación entre varios amigos de la casa, sobre unas lajas de río y con unos palos viejos, de una tribuna para acoger con devoción al orador. Martí llegó temprano, y con él fueron entrando grupos de compatriotas humildes: hombres que en medio del cansancio y la penuria, luego de años de duro combate en la manigua, traían en los ojos un fuego vivo que Sindo reconoció a la perfección.
Inmóvil, levemente recostado al algarrobo cuya sombra ya consideraba como parte de su ser, el futuro genio del arte trovadoresco antillano fue todo oídos en el silencio del patio, ahora totalmente invadido por el sonido de una «voz de barítono»; tocado por el habla penetrante donde no sobraba ni faltaba un por qué, un para qué; por la mirada que venía desde muy hondo y parecía lanzarse hasta muy lejos. Claro que, al concluir la memorable jornada, Sindo rompió su inercia para acercarse al Maestro, para declararse cubano más que nunca, mirarle de frente y grabarse en la memoria esa mirada que lo había mantenido inmóvil, atento a la firmeza de la palabra y lo atinado del pensamiento entre pausas, que casi podía ponerse en música.
Estrecharle a José Martí la mano cálida, afirmada en la justa presión que reclaman las verdades de la vida cuando se quiere que las cosas sean porque se ha decidido echar suerte con los pobres de la tierra, sería ya, para siempre, la mayor fortuna del inmenso trovador.
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Luis German dijo:
1
12 de mayo de 2019
07:02:43
María Josefa Rivera dijo:
2
12 de mayo de 2019
15:12:33
Migdalia Esther Mendoza Vega dijo:
3
22 de abril de 2024
23:40:22
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