
Solo nueve años tenía cuando la décima se le hizo urgente en los labios y le regaló a su pequeño mundo los primeros versos improvisados. La dulce herencia le venía de su padre que las cantaba cuando pastoreaba el ganado, y de su hermana, que alegraba sus faenas cotidianas echándole mano también a la espinela campesina.
La niñez se le hizo corta porque con apenas diez años de edad tuvo que decir a la escuela un sentido adiós para incorporarse al trabajo con los suyos, una familia pobre que vivía en Los Zapotes, actual municipio habanero de San Miguel del Padrón, marcada con igual rasero por la extrema pobreza de una sociedad desigual y por la fidelidad a las tradiciones folclóricas españolas ya fraguadas en los campos cubanos.
Un maestro voluntario iluminó los días y la inteligencia del niño Jesús Orta Ruiz (1922-2005), al impartirle clases de enseñanza elemental y sembrar en él el amor por los libros y la lectura, responsable también de dotar al pequeño de una cultura a la que echaría mano más tarde cuando ya adolescente, y en plena juventud, le fue preciso brillar en escenarios públicos, donde ganó el aplauso contundente y la garantía de su parentesco con la poesía.
Alrededor de 27 años tenía cuando en la emisora Progreso Cubano, antecedente del actual Radio Progreso, correspondió al repentista improvisar una décima cuyo pie forzado había sido tomado de un libro del Cucalambé. Uno de los espectadores dijo: “las penas del Naborí” y al joven no le resultó difícil asociar el referente aborigen con la realidad crudísima del campesinado cubano que sufría entonces desalojos, maltratos e injusticias de toda índole. Cantó entonces “Sin atabés ni semí / en lo triste del retiro / está sufriendo el guajiro / las penas del Naborí”, y no pudo ya desprenderse del apelativo que desde entonces se le hizo otra versión de su nombre, o acaso, una cálida extensión.
Habiendo usado distintos seudónimos (Jesús Ribona, Martín de la Hoz) para firmar otros trabajos, ninguno caló en la gente como aquel, nacido de esa primera forma de su poesía, la que le mereció una popularidad y una simpatía que se convirtió en leyenda, y terminó rubricando sus nuevas entregas, que fueron muchas y disímiles, con el nombre de Jesús Orta Ruiz (El Indio Naborí). “Parece que el indio disparó la flecha con tal certeza que se clavó en la memoria del pueblo”, expresó alguna vez, convencido tanto de su bien conquistada posesión como de la vida eterna que adquieren las cosas cuando es un pueblo quien las bautiza.
Pero el Indio, Jesús Orta Ruiz, o el poeta de semblanza dócil y mirada meditabunda, es mucho más que esa décima sentida y redondamente lograda, tanto improvisada como escrita. Es mucho más que esa estrofa de la que es su más alto cultor en el siglo XX nuestro, y que magistralmente definió, cuando la llamó en diez versos octosílabos “viajera peninsular”, estampando en ellos su origen español y posterior aplatanamiento en los palmares cubanos hasta hacerse nuestra.
Una ferviente actividad periodística, el cultivo exquisito de formas clásicas de la poesía y del versolibrismo, recogidas en más de diez poemarios, y la redacción de notables ensayos que descansan en una ardua labor investigativa —que pone de relieve puntuales indagaciones sobre el folclor, la poesía del siglo XIX y las tradiciones culturales cubanas, entre muchas otras— hacen del poeta un acreditado exponente de lo culto, como contraparte de lo popular que le es propio, cuando pudiera parecer, debido al modo en que es recordado por las mayorías, que la balanza se dobla hacia este paraje. En realidad su obra es la mixtura perfecta de ambas dicotomías.
Entre los muchos reconocimientos que distinguieron al poeta cuenta el Premio Nacional de Literatura, que le fuera otorgado en 1995 y que le reconociera un jurado liderado por Ángel Augier. El acta que avaló el otorgamiento refería que entre la mejor poesía cubana contemporánea la voz de Naborí se destacaba “de manera excepcional, por sus singulares características. Su obra tiene raíces en la hermosa tradición artística popular de la música guajira, que utiliza como canción folclórica la forma estrófica de la décima”. Apuntaba también “como hazaña artística literaria, el haber elevado ese género popular a la más alta categoría estética, al aportarle a la décima un lenguaje culto y expresivo, con las ganancias tropológicas y otras conquistas de la poesía moderna”. Junto a su magisterio en el trabajo con las formas estróficas, el documento remarcaba la “gracia inconfundible y perdurable resonancia” de su poesía donde habitaban “los más puros acentos de la sensibilidad humana y las más sagradas aspiraciones alentadas históricamente por el espíritu nacional de su pueblo”.
Sin embargo no solo fue galardonado el Indio por la maravillosa obra escritural que dejó a su país, defendido por él desde muy joven asumiendo una postura política en favor de la lucha revolucionaria, y más tarde, después del triunfo de 1959, en la construcción de la nueva sociedad. La vida lo premió también con una mujer, Eloína Pérez (fallecida recientemente), cuya huella siguió, enamorado de su “gracia de china dibujada en porcelana”.
Junto a esta entrañable dama fundó Orta Ruiz la familia que habría de crear, bendecido por tres hijos, Jesús, Alba y Fidel Antonio, a quienes pidió en libros, haciendo gala de su nobleza y distinción, ser fieles a sus respectivos nombres. La indiscutible dicha de verlos crecer en la armonía de un hogar construido desde el amor no estuvo exenta del dolor al haber perdido al primogénito de sus retoños, Noelito, arrebatado por la muerte poco antes de empezar el kindergarten, y cuya pena cantó el poeta en versos desgarradores de una belleza escalofriante: Yo sé que te has ido… Sin embargo, / esta mañana vi un cuchillo / (…) cuando fueron mis manos / a cambiarlo de sitio, comprendí lo terrible… / En cambio, tú —mi niño— / supiste, por mi gesto y mi cuidado, / que estás dentro de mí perpetuamente vivo. (Elegía del cuchillo).
Muchas son las zonas de la lírica concebida por el poeta, en la que lo mismo aflora con descripción plástica la miseria material en su más nefasta apariencia, como la sublimidad de la entrega carnal, con todos sus azules. Pinceladas filosóficas que apuntan a realidades colectivas sociales, se juntan en su obra con toques personalísimos del más celoso intimismo. El dolor, la frustración, el desaliento, pero también el optimismo, el resarcimiento, la esperanza y el voto por la vida, la Revolución… confluyen en la obra naboriana para entregar a sus seguidores un saldo sinérgico, de total ganancia, que es a fin de cuentas el designio de la poesía.
Sus últimas entregas líricas se debaten entre el paso del tiempo, las bellezas y fealdades de la vejez, la decadencia inevitable de todo ciclo que se acerca a su fin… la preocupación por el abandono forzoso de aquello que ha sido y cuesta dejar. Pero son también un acto de fe, de no renunciar totalmente, de quedarse de algún modo, de jugarle una buena pasada a la retentiva, tal y como queda en todo el que tuvo la suerte de acogerse a su sombra, a su obra. Es tiempo de repasar sus versos que siendo ellos él mismo, nos involucran y convocan.
Vendrá mi muerte ciega para el llanto, / me llevará, y el mundo en que he vivido / se olvidará / de mí, pero no tanto / como yo mismo, que seré el olvido. / Olvidaré a mis muertos y mi canto. / Olvidaré tu amor siempre encendido./ Olvidaré a mis hijos, y el encanto / de nuestra casa con calor de nido. / Olvidaré al amigo que más quiero. / Olvidaré a los héroes que venero. Olvidaré las palmas que despiden / al Sol. Olvidaré toda la historia. / No me duele morir y que me olviden, sino morir y no tener memoria.
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MIGUEL ANGEL dijo:
1
1 de enero de 2016
07:53:31
José Antonio Rivera dijo:
2
1 de enero de 2016
20:44:14
Sergio D. Hdez Lima. dijo:
3
2 de enero de 2016
04:43:16
Sergio D. Hdez Lima. dijo:
4
2 de enero de 2016
04:43:54
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