En blanco y negro

Autor: Oscar Sánchez Serra, enviado especial 10 de junio de 2020 00:06:52


Desde enero pasado, y cuando aún no se habían pospuesto los Juegos de Tokio por la covid-19, el Comité Olímpico Internacional advertía a atletas y directivos de separar a la justa atlética de las reivindicaciones sociales. Hoy, la absurda e injusta muerte del joven afroamericano George Floyd remueve la conciencia mundial ante el racismo, y el movimiento deportivo se ha mostrado, desde la fuerza que le da su esencia de fraternidad, amistad y paz.

Recordaba Granma en estas páginas el gesto más emblemático de protesta contra el discriminatorio flagelo en unos Juegos Olímpicos, el del campeón estadounidense Tommie Smith y su compañero John Carlos, medallista de bronce en los 200 metros de la edición de México-1968, quienes levantaron sus puños cubiertos con un guante negro en la ceremonia de premiación.

Allí otros dos atletas de Estados Unidos hicieron época. Bob Beamon, como un huracán negro, voló hasta el récord mundial de ocho metros y 95 centímetros en el salto de longitud, y el saltamontes blanco, Dicck Fosbury, le regalaba al planeta un estilo en la modalidad de altura, el «fosbury flop», que nos llega hasta hoy.

Aquellas manos levantadas sostenían a Martin Luther King, asesinado en abril de ese mismo año, y recorrían la nación sede, que lloraba a los más de 300 líderes estudiantiles y civiles, víctimas de una verdadera masacre: la matanza de Tlatelolco. Había ocurrido solo diez días antes de que se encendiera la pira olímpica, en unos Juegos que el propio presidente mexicano de entonces, Gustavo Díaz Ordaz, llamó la Olimpiada de la Paz, desconociendo a las ultimadas almas que encontraron el fin de sus días en las armas asesinas que, para más infamia, portó un batallón paramilitar de nombre Olimpia.

La historia de los puños negros contra el racismo es conocida: el COI los expulsó de aquella cita, y los dos fueron amenazados en su propio país, al que le entregaron sus esfuerzos y llenaron de gloria. Carlos, incluso, tuvo que soportar el suicidio de su esposa frente a las presiones sufridas.

En las calles de los 50 estados de la nación, donde se reclama justicia y Floyd es estandarte para un cambio sistémico, no solo hay negros exigiéndola. Brazos blancos se entrelazan con los de la piel de ébano ante la barbarie, como ocurrió en la lid bajo los cinco aros, hace 52 años. En el podio de premiaciones, un rubio australiano, Peter Norman, se empinaba en el estrado plateado del doble hectómetro.

El comentarista deportivo Daniel Riobóo Buezo, en un artículo que compendia varias expresiones de atletas contra el racismo, da cuenta de que los medallistas estadounidenses habían planeado subir con sus dos manos enguantadas, pero Carlos olvidó sus guantes, y fue idea de Norman que Smith le diera uno de los suyos para cumplir con sus designios. El de la isla continente también resultó humillado, al ser excluido de los siguientes Juegos Olímpicos, a pesar de haber ganado su clasificación. Marginado socialmente, cayó en el alcoholismo y falleció en 2006. Entonces, los tres medallistas volvieron a reunirse, porque el deporte le dio al mundo una lección de humanidad, donde blancos y negros somos uno e iguales. Quienes cargaron en sus hombros el féretro del subcampeón olímpico de los 200 metros en México-68 fueron Smith y Carlos.

Esa es la esencia de los hombres de la patria de Lincoln, no la rodilla asesina del blanco que asfixió a Floyd, ni la de los supremacistas que intentan cocinar en el fuego del Ku Klux Klan a una noble nación. Esos son también los rostros de los que hoy toman las calles de ese país, pidiendo justicia y amor para los suyos. ¿Será tan difícil construir un podio de premiaciones como el de Smith, Carlos y Norman?

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