«Lo más importante del deporte no es ganar, sino participar, porque lo esencial en la vida no es el éxito, sino esforzarse por conseguirlo», dijo Pierre de Coubertin, restaurador de los Juegos Olímpicos en la era moderna. En no pocas ocasiones en esas justas se han derramado lágrimas, pues en un segundo se escapó el metal dorado. Recuerdo en 2016, cuando la judoca cubana Idalys Ortiz, quien claro que quería vencer, nos sonrió tras la final en la que quedó en medalla de plata, cediendo ante la francesa Emilie Andeol, en Río de Janeiro.
«Estoy muy feliz, es mi segunda final consecutiva en tan exigente escenario, cómo voy a estar triste», nos dijo hace cuatro años. Rememoré, entonces, una clase de Historia de la Cultura Física, donde el sin par profesor, doctor Nicolás Cosio, nos compartió una escena de los Juegos Olímpicos Antiguos, que ilustra, como pocas, el valor del esfuerzo.
Contaba el profe, bebiendo de una extensa bibliografía que narraba, cual si fuera el mismísimo geógrafo Pausania o el poeta Píndaro, por quienes nos llegan hasta hoy los pasajes de las lides de antes de nuestra era, que Academo fue un atleta ateniense que entrenó denodadamente en un jardín en la periferia de la hoy capital helena, lugar donde Platón reunía a sus alumnos para filosofar. El deportista no estaba a gusto con aquella presencia en sus predios de preparación, y el maestro advirtió esa postura.
Cargado de su sabiduría, le preguntó por el motivo de su molestia, a lo que aquel respondió ríspidamente que se adiestraba en pos de ser campeón olímpico para la gloria de Atenas, y que le incomodaban, él y sus pupilos, pues no podía concentrarse. Platón aplaudió el esfuerzo del joven, porque ejercitaba su cuerpo, pero le pidió reconocer el suyo y el de sus educandos, quienes enriqueciendo el intelecto también serían orgullo de esa urbe.
Es decir, tanto el cultor de su cuerpo como el filósofo y sus estudiantes, tenían derechos y argumentos para permanecer en aquel sitio, donde, además, se había plantado un olivar en honor a la diosa Ateneas, nada menos que la deidad de la razón, la sabiduría, pero también de la guerra.
En definitiva, el sabio le dijo al aspirante a campeón que se quedara allí y le afirmó que si ganaba en los Juegos le pondría su nombre al lugar, que él, con los suyos, iría a otra locación. Llegado el momento, Academo partió a Olimpia, sede de los Juegos, y no se supo más de él. La historia no lo recoge como ganador, dicen que se fue a la guerra y murió. Cuando el pedagogo regresó al sitio en pugna, fundó allí su escuela, y la nombró Academia (platónica, como se le conoce), en el año 388 antes de nuestra era, periodo correspondiente a la 98 Olimpiada, en honor a Academo.
El profesor Cosio se emocionaba al narrar el final de la historia, como si tuviera delante al propio Platón, a quien uno de sus alumnos le preguntó a qué se debía esa deferencia con Academo, si ni siquiera ganó los Juegos, por lo que no fue motivo de orgullo para Atenas. El maestro de filosofía le respondió: «No llegó a ser campeón, pero sí fue orgullo de su pueblo, pues puso todas sus energías por serlo y nosotros debemos premiar ese máximo esfuerzo».
Los deportistas cubanos han escrito gloriosas páginas, entregándose por entero, por el honor, más que por cualquier medalla. Recuerdo que el 28 de septiembre de 2000, a raíz de los Juegos de Sydney, Fidel tendía un puente con Platón, al expresar: «A nuestros atletas no solo hay que aplaudirlos cuando vienen con medallas de oro, hay que recibirlos con afecto de hermano, hay que recibirlos como cuando obtienen una victoria».