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Rostros infantiles, callados, quietos, en esta obra de Eugene Meatyard. 

Hay algo en la fotografía de Ralph Eugene Meatyard que hace recordar al premio Nobel de Literatura John Steinbeck. Y se trata de algo más que el retrato de los campos norteamericanos. También tiene que ver con la visión de los consistentes derrotados. Esas almas que le dan a la vida una tesitura literaria.

No hay literatura que huelle más que la que narra las derrotas que nos hacen pertenecer al género humano. «Esto no es nuevo. La antigua comisión del escritor no ha cambiado. Se le encarga exponer nuestros numerosos y graves defectos y fracasos, sacar a la luz nuestros oscuros y peligrosos sueños con el propósito de mejorar. Además, al escritor se le delega declarar y celebrar la probada capacidad del hombre para la grandeza de corazón y espíritu, para la valentía en la derrota, para el coraje, la compasión y el amor», leyó Steinbeck en su discurso de aceptación del galardón Nobel.

Eugene Meatyard, por otro lado, apenas salió, en su obra, de las granjas abandonadas de Kentucky. Rostros de personas en parajes de pocas esperanzas, cuando no cubría esos semblantes con máscaras fantasmagóricas; la enajenación pesimista de quien siente la vida como una puesta en escena perturbadora. Es una de esas almas, entre tantas de la vida norteamericana, que su mainstream pone empeño en que no se vea.

Si me voy a detener en alguna obra de Eugene, que sea esa donde están dos niños hermanos, el mayor sentado y el otro de pie, recostado a la silla, justo delante de una de las jambas de la puerta. Rostros infantiles, callados, quietos. Pose de sentado que ya anuncia la que vendrá con los años, hasta la vejez, de derrota anticipada. El cuarto de paredes y puerta sucias con cerrojo decrépito. El niño sentado, encima el interruptor de la luz, a su derecha (la del observador), la pequeña bandera de las listas y las estrellas, la bandera de los Estados Unidos. Igual de sucia. Ahí, en esa foto, ya no es la de un imperio pujante, símbolo arrogante de la cúspide, más bien el estado de ánimo de quien asume que el único kairós posible es el de la decadencia.

A pesar de la distancia temporal, hay una continuidad esencial entre Las uvas de la ira y esa fotografía de Meatyard. La misma idea de orfandad. Ese Tom Joad, de la novela, de niño sentado en la silla que Eugene le ha puesto en la fotografía, acompañado de su amigo Jim Casy, el otro derrotado.  Esa granja al borde del desalojo por los bancos que reclaman el préstamo no pagado. Esa explotación que no ha acabado, que nunca ha acabado en las entrañas ocultas que sostiene la misma Roma moderna de entonces y de hoy.

Ralph Eugene Meatyard firmaba sus obras con las iniciales R.E.M., y algunos suspicases han visto ahí el origen del nombre del grupo postpunk que lideraba Michael Stipe. Sea cierto o no, en definitiva, no hay evidencia fuerte de que así sea, salvo que Stipe era también fotógrafo y pudo estar al tanto de Eugene.  El vínculo pudiera ser más profundo que un nombre que también, se dice, fue escogido al azar de un diccionario.

La larga fila de autos en el video que acompaña a Everybody Hurts bien puede ser la reedición de aquella fila de desesperados en la Ruta 66, que huyen de la miseria hacia un destino impreciso en la novela de Steinbeck. En tal caso, Ralph es un puente involuntario entre ambas apropiaciones del mismo ánimo. Cualquier rostro de los que acompañan la canción, bien puede ser un rostro de una foto de Meatyard, que bien puede ser otro Joad derrotado. Todos ellos, de algún modo, han perdido su religión, como quien se exaspera del destino que le ha sido dado sin su consulta.

Pero es en esa capacidad de salir a buscar lo nuevo, la misma ánima que movió a Tom Joad a seguir, a pesar de la derrota, lo que nos sigue definiendo como género. Ese inescapable optimismo oculto que puede hallarse en toda obra, sea literario, sea visual o sea música, por oscura que parezca. En definitiva, como escribiera Steinbeck: «El peligro, la gloria y la elección descansan finalmente en el hombre. La prueba de su perfeccionamiento está a la mano. Habiendo tomado un poder semejante al de Dios, debemos buscar en nosotros mismos la responsabilidad y la sabiduría que alguna vez suplicamos que algún dios tuviera. El hombre mismo se ha convertido en nuestro mayor peligro y nuestra única esperanza. Así que hoy en día, San Juan, el Apóstol bien podría ser parafraseado… Al final está la palabra, y la palabra es el hombre –y la palabra está con los hombres».

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