Una amiga publica en su muro de Facebook el comentario en el cual lamenta lo que estima es un ejemplo de insuficiente diversidad en las imágenes que, en la pantalla televisiva, sirvieron para presentar (y representar) a la mujer cubana en la celebración del pasado 8 de marzo. Mi amiga es negra, con piel de tono profundamente oscuro.
He aquí un tema, me digo, y entonces recuerdo que hace años escribí, para el periódico Juventud Rebelde, un artículo a propósito de las transformaciones que –en lo que toca a los patrones de belleza– habían tenido lugar en el país desde los años de mi infancia.
El artículo centraba su mirada en las percepciones y sentidos del pelado y peinado del cabello de las personas negras y, sobre esta base, proponía valoraciones en las cuales eran enfrentados el racismo y la libertad, los mecanismos ocultos de la dominación y las batallas de los sujetos en busca de su real emancipación.
Después de aquello escribí otros dos artículos, que entonces no fueron publicados: el primero se proponía analizar las conexiones entre obesidad, belleza y control social; el otro tomaba como motivo el caso de una mujer en Inglaterra que había anunciado en su sitio web personal que dejaba de afeitarse las piernas y que –a partir de entonces– comenzó a recibir decenas (finalmente centenares) de mensajes denigratorios, algunos portadores de amenazas a su integridad física.
¿De qué manera y dónde? ¿Quiénes y con cuáles efectos construimos la imagen de lo que es una mujer? Mejor aún, ¿de qué manera son elaborados, instalados, vigilados los límites de lo que se considera –en un momento dado de una sociedad particular– que es posible para una mujer ser y proyectar? ¿Qué participación tenemos, incluso quienes estamos dispuestos a jurar que no somos parte del proceso, en la infinita cantidad de acciones mediante las cuales es moldeado este «ideal» de lo supuestamente femenino?
Lo anterior conduce, de manera inevitable a entender (y proponer para debate) no solo la responsabilidad en la producción, distribución, control y consumo de las imágenes, sino a conducirnos a un punto en el cual nos vemos obligados a preguntar(nos): ¿Qué hemos hecho o hacemos? ¿Qué papel desempeñamos en las diversas formas y escenarios en los que se manifiestan acciones de micro-opresión de la mujer?
Otra amiga me cuenta sobre la ocasión en la cual, en el momento exacto de estrenar un vestido para una salida nocturna que esperaba con anhelo, descubrió –justo al arribar al lugar– que el apuro le había hecho confundir los adornos y que se había colgado dos aretes diferentes. Ella no sabe cuánto me enseñó y aprendí con su respuesta cuando, contemplando su rostro en el espejo de un baño en el lugar, se dijo: «no importa: tú eres la moda».
Admiro esa manera de no obedecer los dictados de una normativa codificada, que pretende definir lo que eres en un juego perverso, donde la visualidad se supone que torna transparente la condición moral de la persona e incluso su historia misma. Admiro esa fuerza interna y voluntad de autoafirmación.
Una tercera amiga emplea sus emisiones menstruales, exactamente aquello que, de manera más evidente, transmite la «debilidad» o «falla» de la mujer, para crear –con esa materia intimimamente personal– obras de arte. Como mismo en el ejemplo anterior, la lógica que preside la acción, es la de la búsqueda y expresión de la más absoluta libertad.
¿Qué es una mujer? ¿Dónde se encuentra? ¿Cuáles son sus límites? ¿Cómo se le representa/presenta?
El rostro perfectamente alineado con los patrones de belleza helénica o la piel oscurísima a la cual acompañan labios gruesos y nariz ancha y achatada; la figura juvenil que comunica agilidad y la otra que se desplaza con esfuerzo por causa de la edad; el cabello lacio, los implantes, el laciado bajo efecto de la queratina, el pelo en forma de «afro», en las llamadas «carreritas» o en largos y poderosos «drelos»; el contorno delgado o sobreabundante, obeso; la gestualidad de un estilo atildado o con un arco más amplio en el movimiento de las manos; la imagen de una femineidad «tradicional» (en la que priman ideales de «fragilidad», «delicadeza» y «sensualidad») o el reverso de la hembra «masculinizada», que se suele atribuir a la lesbiana; con tatuajes, «piercings», cabellos teñidos de colores insólitos (verdes, azules, naranjas): todo es mujer.
Campesinas, profesionales de alta especialización, amas de casa, obreras en una industria u obra de la construcción, necesitamos imágenes de la más extraordinaria diversidad posible para «refrescar» nuestras imágenes y acercarnos a la mujer, hacer(nos) preguntas, aproximarnos cada vez más a sus luchas, ofrecerles solidaridad y empujar junto a ellas los límites de presencia, representación y participación en los mundos nuevos.
Y eso es lo que es una Revolución: un mundo nuevo.
Termino con una historia personal. Hace unos años nos hicimos tatuajes mis hijos Kenneth, Karen y yo. En aquella ocasión quedó pendiente el que mi esposa sueña para sí: la palabra de lengua élfica que significa LIBRE.
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