Como consecuencia de un golpe recibido en la cabeza yo estuve, durante los tres primeros meses correspondientes a la agitación pública iniciada el 30 de septiembre de 1930, padeciendo de unos breves pero intensos vahídos, que me tuvieron imposibilitado de tomar parte en la lucha de la calle. Este hecho, unido al de que Teté Casuso formaba parte del Comité Organizador del Homenaje a Trejo, me permitió asistir a casi todas las reuniones del mismo y a estar en el secreto de sus actividades que, como se verá a lo largo de estos artículos, llegó a excederse del ámbito de su pensamiento original para pasar a correr verdaderas aventuras.
JUNTO A RAFAEL TREJO
Yo no podré olvidar jamás la sonrisa con que me saludó Rafael Trejo, cuando lo subieron a la Sala de Urgencia del Hospital Municipal, solo unos minutos después que a mí, y lo colocaron a mi lado. Yo estaba vomitando sangre y casi desvanecido de debilidad, pero su sonrisa, con todo, me produjo una extraña sensación indefinible. Era algo así como si me devolviera la cólera de la pelea a pesar de la sangre perdida. Era que yo había sabido ya, en condiciones extraordinarias, que Trejo, con sus veinte años poderosos, se moría.
Cuando yo caí sin sentido, oí el disparo que lo mató. Cuando llegaba al Hospital, dando gritos de rabia y de insulto, lo bajaban a él de otra máquina, con el cuerpo doblado, pálido ya. Cuando me subieron a la mesa de operaciones, bajando de ella a una muchachita simpática que se curaba la herida de su apendicectomía, ya Trejo estaba siendo curado en la mesa de al lado a la mía, entre vahído y vahído, yo había podido oír estas palabras, que percibí extrañamente, como si estuviera dentro de un aparato de radio que sonara a lo lejos, con un poco de estática. El médico decía: «Este se salva... si no hay fractura... las heridas de la cabeza son muy aparatosas... se pierde mucha sangre... Pero a aquel pobre muchacho no lo salva ni Dios... Tiene una hemorragia interna... interna...»

Por eso su sonrisa era para mí como un adiós que yo recibía en condiciones de angustia invencible, por eso, al evocarlo, cuando me citan los nombres de los dos mil bribones de la República, instantáneamente me viene la saliva a la boca.
Después, a Rafael Trejo se lo llevaron de aquel rincón para hacerle la arriesgada operación que no pudo salvarlo, me pasaron a mí para la cama en donde él había estado y pusieron en la mía a Isidro Figueroa.
El Hospital se fue llenando de gente, tan numerosa que hacía huhú como el mar. Teté Casuso pudo pasar a verme, empujada por el pueblo a la brava, y pronto yo me sentí mejor.
Las mujeres, viejas y muchachas, llenaron las salas, y se hacían abrumadoras como abejas, a fuerza de preguntas.
Rafael Trejo se fue muriendo. Yo lo descubría por el silencio, al que de pronto se le ponía, como un rubí brillante, la palabra «¡Asesinos!», que algún compañero, con cólera incontenida, hacía estallar...
Yo no había podido dormir hasta entonces, ni una hora siquiera, lo que me tenía intranquilo, nervioso y sumamente débil. Me dieron no sé qué cosa y me dormí. A la mañana siguiente había en el Hospital el silencio de las casas abandonadas. Yo solo oía a Figueroa pasar las páginas de un periódico. Tuve el presentimiento seguro de la muerte del compañero, y cuando vino Teté Casuso, sin dejarla pensar le dije: «¿Por qué no me habías dicho que murió?» Entonces ella me contestó: «Sí. Murió, pobrecito!...» Y se le aguaron los ojos, a pesar de que no quería impresionarme.
Y me contó la tremenda emoción que le causó el ver salir el cadáver, los portazos de los automóviles, y, más que nada, entrar luego en el cuarto vacío, en donde se había ido muriendo poco a poco, mientras tuvo conocimiento, sin una queja, como los hombres. Entrar... sentir el olor grávido y lento de las medicinas del Hospital.. y ver la llama de una vela apagarse de pronto con una racha de viento, igual que si también se muriera...
EL ENTIERRO

Cuando Rafael Trejo llegó muerto a su casa, las mujeres le hicieron la primera guardia de honor. Allí estuvieron, sucesivamente, Flora Díaz Parrado, Ofelia Rodríguez Acosta, Ofelia Domínguez, Loló de la Torriente, Teté Casuso, sus compañeras de la Universidad, grupos de normalistas, innumerables mujeres del pueblo.
Luego vino la incertidumbre del entierro y la formidable expectación en toda la Habana, de la que algún día hablaré.
Flora Díaz Parrado se acercó a Prío y a Rubén León, cuando llegó el ataúd a la puerta del cementerio, y les pidió que dejaran que fuera cargado por cuatro mujeres. Los muchachos estimaron muy bien que esto era un homenaje más, y lo concedieron, cargando con la caja la propia Flora Díaz Parrado, Ofelia Rodríguez Acosta, Ofelia Domínguez Navarro y otra, cuyo nombre no he podido averiguar, pero que según me han dicho, había sido maestra de Felo Trejo.
Dos mujeres hablaron sobre el hoyo en que enterraron a Trejo. Una Lilliam Ojeda, estudiante de ingeniería, casi con un arrebato de locura, dijo cosas precipitadas, incoherentes, insultantes a ratos, influenciado su temperamento nervioso por el momento inaudito. La otra, Ofelia Domínguez, para calmar la tremenda agitación de los ánimos, en lo que yo pienso que hizo mal, porque el entierro de aquel muchacho exigía un nuevo y numeroso desplome, una lección más dura aún en enseñanza de que los derechos hay que arrancarlos.
LA BANDERA
Después que el clamor gigantesco del asesinato de Trejo y de que la imponente expectación del entierro pasaron sin que plasmaran los grandes acontecimientos revolucionarios de que parecían ser prólogo, Loló de la Torriente pensó que el ánimo popular tan duramente despertado, no podía dejarse adormecer con esperanzas vagas, y que era necesario aprovechar, de todas maneras, la sangre vertida en la calle por el estudiante muerto.
Ya el indomable ardor de Julio Antonio Mella lo había exigido: era necesario ser útiles hasta después de muertos; servir de trinchera y de bandera. Era necesario que el recuerdo permaneciera violento y que el nombre del joven compañero, vibrara en la imaginación de todos como el eco de una grande y poderosa voz irritada. Era necesario exigirle que se quedara vivo después de muerto, que no descansara, que penetrara en todas las casas, agitara el impulso de todas las rebeliones y evitara, precipitando los acontecimientos, el derramamiento de nueva sangre en un nuevo y generoso intento de rebeldía.
* Fragmentos de Las mujeres contra Machado










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