Está próximo el primer aniversario de la caída de los héroes Antonio Guiteras y Carlos Aponte, hombres de leyenda, buenos para morir juntos, sobre el suelo suave y dulce, dramático y sangriento de Cuba. Yo no me propongo recordar sus vidas aquí; ellos fueron, sencillamente, hombres de la revolución. Que no venga nadie entre la muchedumbre de los hombres, sembrando asombro, pánico, admiración y envidia. Nada más. Ellos fueron hombres de la revolución. Y ni me interesa, ni creo en el «hombre perfecto», basta con ir a ver una película del cine norteamericano.
Los dos tuvieron excesos imprudentes y errores graves. Carlos Aponte era de un desbordamiento de la virilidad lo que padecía y Antonio Guiteras sufrió como pocos la angustia caliente de la revolución.
Carlos Aponte tuvo culpa, sin dudas, porque no concibió sino la línea recta, ni creyó en otra cosa que la justicia revolucionaria, ni en su imaginación entraron para nada, razones científicas, o de familia, o de interés, que pudieran justificar las acciones culpables de los otros. Como para él la vida era la revolución, escribió el código de esta en el cañón de una pistola, y fue tumultuoso y terrible. Acaso alguna vez fue injusto. Acaso alguna vez fue implacable. Pero tuvo el vicio de la amistad, y para él sus amigos eran sus «hermanos», siempre que no se apartaran de la revolución. Y tuvo, además, el vicio del desinterés. Como todo daba, propio no tuvo ni la pistola, y más de una vez disparó con el arma quitada del enemigo en la acción anterior.
Pero tuvo, sobre todo, el instinto de la brújula que marca el norte inflexiblemente, y él también señaló siempre al norte, como causante de todos los males de América. Y fue cruel con los hombres del norte, y a su muerte, nadie hubiera podido recordar la lista de los nombres de los hombres que mató en Nicaragua. Los ojos se le encendieron en el júbilo sangriento de los combates en Venezuela, en Cuba, y en Nicaragua: fraternizó con luchadores revolucionarios en las cárceles de Colombia; de Cuba y del Perú; y porque su palabra fue demasiado insolente y clara, tuvo que salir de Chile y del Ecuador. Cuando llegó a un pueblo de América y en él no encontró ocasión de pelear, pasó a otro.
Méjico, fue su refugio dos veces. En Panamá y el Salvador, planeó su partida para nuevos combates. Quería a los indios de Honduras, los nietos de Lempira, la «tropa cojúa» de Sandino. Nadie ha sido nunca más americano que Carlos Aponte. Odió y amó con la turbulencia de una juventud frenética. Tenía la vitalidad salvaje de la selva y el esplendor pánico de los «llanos» interminables de Venezuela. Fue un protagonista de La Vorágine. Fue un hombre de las avalanchas. Fue un turbión. Fue un hombre de la revolución. No tuvo nada de perfecto.
Antonio Guiteras cometió errores graves. En su apasionante carrera política hay páginas buenas para que un historiador sin miedo diga la verdad y la angustia de un hombre honrado en la encrucijada de los dilemas terribles. Mas Antonio Guiteras, como quien sale vivo de una emboscada, pasó por esos momentos, abrumado, pero seguro en su fe, en su fiebre por la revolución. Porque la revolución fue como una fiebre en la imaginación de este hombre.
Y por eso tuvo delirios terribles, alucinaciones potentes, hermosas fantasías y sueños maravillosos e irrealizables para él. Era como un hombre que, despierto, quisiera realizar lo que había concebido soñando. Y muchas veces no conoció a los hombres, e hizo confianza en quien no la merecía y llamó a su amigo a quien sería traidor y supuso talento en algún cretino. Tuvo, arrastrado por su fiebre el impulso de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la victoria final. Irradiaba calor. Era como un imán de hombres y los hombres sentían atracción por él. Les era misteriosa, pero irresistible, aquella decisión callada, aquella imaginación rígida hacia un solo punto: la revolución. Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de perfecto. (...)
Yo he señalado hoy rasgos de sus vidas que las normas «clásicas» aconsejan callar en las solemnes conmemoraciones. Pero no importa, porque ellos eran hombres de la revolución. Y lo que ellos quisieran al año de muertos, lo hemos intentando y lo seguiremos intentando. Y lo vamos logrando ya, y al fin lo lograremos. Que ellos también sabían, que la revolución no era la fiesta de un día, sino la lucha y el sacrificio «hasta después de muertos»…
(...) La revolución es parte de la vida y no puede sustraerse a las vanidades de la vida. La revolución no es el sueño de un poeta solitario sino la canción imponente y sombría de la muchedumbre en marcha. Y porque así es la revolución, Antonio Guiteras y Carlos Aponte fueron hombres de ella. Y la revolución es grande, a pesar de todo, porque solo en ella pueden encontrarse hombres tales, porque solo en ella pueden encontrarse hombres así, capaces de tener el valor, la dignidad, el desinterés y la angustia de muchos. Capaces de tener, de sobra, lo que les falta a tantos…
Lo que ellos quisieran, al año de muertos, se ha intentado y se seguirá intentando, por todos ellos –¡por tantos!– que no consideran a la revolución como un episodio interesante de la juventud, que al cabo del tiempo pueda dar buen tono; por todos aquellos que no consideran a la revolución como una oportunidad para adquirir habilidad y prestigio políticos con qué escalar algún día altos sitiales; por todos aquellos que no consideran a la revolución como una posibilidad, ni la ven como pontífices bajo palio, desde unas alturas que más tienen de tinglado de la feria que del vértigo ascendente de la montaña.
Lo que ellos quisieran, al año de muertos, se ha intentado y se seguirá intentando, por todos aquellos incapaces de decepción; incapaces de perder la fe y el entusiasmo; por todos aquellos incapaces de ver en la revolución un episodio de la juventud, sino un férvido deber para con la vida; por todos aquellos que no le deben nada a la ocasión; por todos aquellos para quienes el esfuerzo de hoy no representa más que un compromiso mayor para mañana; para todos aquellos que no ocupan alturas displicentes sino que marchan, entre la muchedumbre de los sin fortuna, con angustia de averiguar por qué claman y el deseo de que tengan los hombres humildes la conquista plena de sus derechos humanos. (...)
Las balas homicidas les destrozaron la cabeza y el corazón, y aquel entusiasmo indómito que vivía en ellos se apagó de pronto. El imperialismo nunca yerra. Siempre da en la diana. Nunca pierde un tiro. Siempre mató a los mejores. ¡Hasta un día en que le estallará el arma en las manos!
Pero no importa. Ningún héroe es verdadero, sino es más grande en la muerte que en la vida, sino queda más vivo que nunca, después de su muerte. Si no es capaz de engendrar alientos en los que no lo conocieron sino por la leyenda, que es la única historia de los héroes verdaderos. (...)
Y hoy están más presentes que nunca. Hoy son aquellos a quienes el pueblo llama y a quienes el pueblo sigue. Hoy son lo que mantienen la fe y el entusiasmo. ¡Hoy son los jefes de la revolución!
¡Que se callen las bocas hipócritas! ¡Que se aparten los «desencantados» y los «pesimistas», todos los que creen que la revolución es un problema del almanaque, o un itinerario de ferrocarriles o el entusiasmo de un día!
La revolución va construyendo, con sillares de entusiasmo, abnegación,
desinterés y sacrificios el lujoso palacio del futuro, y el que quiera ser de cúpula brillante, que pruebe antes a ver si resiste hacer de oscuros cimientos.
Al que sea para saber si podrá soportar las ráfagas huracanadas de la altura.
Ha pasado un año desde aquella caída épica de El Morrillo. La revolución dobló las rodillas y siguió adelante, y seguirá siempre por encima de cada caída. A cada nuevo asesinato, dobla las rodillas, besa la tierra donde ha muerto un héroe, y sigue adelante, porque la revolución, como Anteo al contacto con su madre la Tierra, cobra fuerzas calor y vida, cada vez que una injusticia o un crimen pueda detenerla. (...)
Porque así son sus ciudadanos, y porque lucha por el bienestar de los que nunca lo han tenido. La revolución va adelante, paso a paso, sobre todo los obstáculos y todos los pesimismos. Y nada le importan las maniobras de la política criolla; ni las astucias sangrientas del imperialismo brutal de los yanquis; ni la decepción de los pobres de espíritu; ni la estúpida ceguera de los de estrecha visión; ni menos aún la torpe ambición personal de algunos pocos figurantes, disfrazados de emperadores en el fugaz escenario de la vida pública. La revolución va adelante, por encima de todo, y eslabona ya sus fuerzas y arrincona los obstáculos. La Revolución se organiza. Va adelante, por encima de todo. (...)
¡Porque hay hombres como Antonio Guiteras y Carlos Aponte, vivos después de muertos, cuyos nombres estremecen como un remordimiento y alientan como un triunfo! (...)
* (Nueva York, 22 de abril de 1936).
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