Demostrado está que tanto como el alimento o las condiciones básicas de vida, los niños necesitan el apego. La cercanía familiar, el afecto, la protección, les son indispensables para su estabilidad sicológica, emocional, para crecer como seres humanos seguros de sí mismos y capaces de enfrentar los incontables retos de la vida.
En palabras más simples, los niños necesitan abrazos, consuelo, voces que los convenzan de que todo estará bien, aunque parezca derrumbarse el mundo a su alrededor.
No se necesita pensar demasiado para entender el trauma horroroso que puede significar para un niño, sin importar su edad, la pérdida de ese círculo protector, mucho más, si eso sucede en condiciones de extrema violencia. No hay herida física que supere esa, abierta directamente en el corazón.
Miles de esas heridas ha abierto Israel a los niños de Gaza. No solo les mutilan su cuerpo, destruyen sus hogares o les niegan el acceso al agua y los alimentos, también les roban a sus padres.
Resulta que el ente sionista, que ya lleva sobre sus espaldas algunos de los récords más despreciables que recuerda la historia, suma a esa lista el de haber dejado huérfanos de uno o ambos padres, a alrededor de 56 000 niños palestinos, una cifra que golpea como mazo en la conciencia humana.
Duele profundamente imaginar la soledad, el desamparo, el miedo que enfrenta cada una de esas existencias inocentes. De un momento a otro, la calidez del hogar, la protección familiar, se transformaron en un infierno que, en el caso de los huérfanos, es aún peor.
Cómo entender con tres o cuatro años que mamá no responderá al llanto, que no habrá más abrazo de papá. Cómo asume un adolescente la crianza de hermanos más pequeños, sin guía, sin apoyo emocional alguno. Y estas cifras solo cuentan la pérdida de uno o ambos padres, pero igual de traumática y desoladora es la ausencia de abuelos, hermanos, primos, tíos.
Es la infancia arrancada de raíz, deshecha.
«Mi padre fue por harina y no volvió», «mi madre murió bajo los escombros de nuestra casa», «soy el único sobreviviente de mi familia», son estas las historias que ahora cargan miles de niños gazatíes, muchos de los cuales ni siquiera tendrán, si sobreviven al genocidio, un recuerdo de los rostros que los trajeron al mundo, una fotografía familiar, una posesión material que de algún modo los conecte con lo que pudo ser su vida.
Cómo no sufrir imaginando pequeños brazos levantados hacia el frío silencio, hacia la irreparable ausencia.
Hay afectos que no tienen reemplazo, hay heridas que nunca van a sanar, esa es una verdad irrefutable. Pero también hay dolores que compartidos son más llevaderos, y hay abrazos que pueden aliviar, y hay oportunidades que pueden traer luz en medio de la más profunda de las oscuridades.
Ojalá la humanidad pueda todavía darles un regazo, que sea de corazón, aunque les falten los lazos de sangre.
Sus padres murieron, pero ellos están vivos, y es admirable y conmovedora su resistencia por encima del dolor. Les debemos una mirada, real, que más que de compasión, sea de lucha y de denuncia. No nos cansemos de hablar de Gaza, no dejemos de pensar en sus huérfanos, siempre que abracemos a nuestros hijos.


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