Hay en la simpleza de un gesto, en el diario quehacer de nuestra gente, un profundo reflejo de la sociedad que construimos. Hablamos de esa norma no escrita, pero tan nuestra, que concede el derecho irrenunciable a la prioridad en determinados espacios a quienes más lo necesitan: personas con discapacidad, adultos mayores, madres con niños pequeños, mujeres embarazadas…
Para una persona con discapacidad, cada minuto en una cola, por solo citar un ejemplo, no es una simple espera, es un desgaste físico. Mientras el reloj avanza, su cuerpo libra una batalla callada contra el dolor y el agotamiento, convirtiendo un acto cotidiano en una prueba de resistencia. Es en esos momentos donde la prioridad deja de ser un gesto de cortesía para convertirse en humanidad.
Para dar respaldo a esa verdad, nace del Artículo 42 de nuestra Constitución, que consagra el principio de igualdad y no discriminación, y se robustece con el Decreto-Ley 135, orientado a la plena inclusión social de las personas con discapacidad. Sin embargo, su verdadero sustento tiene que latir del corazón de nuestro proyecto: de la solidaridad que siempre hemos defendido como columna vertebral de nuestra ética revolucionaria.
Existen directivas de organismos como los Ministerios de Comercio Interior o del Transporte que operacionalizan este mandato social, pero es en la pedagogía de la calle, en la enseñanza que una madre da a su hijo, en la formación escolar, en el llamado de atención colectivo ante una posible injusticia, donde esta práctica tiene que convertirse en un sello de nuestra identidad nacional.
En estos tiempos complejos, en los que no son ajenas las sombras del «sálvese quien pueda» que este acto de justicia no puede quedar al arbitrio de la espontaneidad. Cuando la necesidad aprieta y proliferan antivalores que rompen el tejido solidario, ceder el paso al más vulnerable se convierte en un acto de resistencia revolucionaria ante esos antivalores.
Dejar que esta conquista social dependa solo de la buena voluntad sería rendirle bandera al individualismo que pretendemos derrotar. Hoy más que nunca, blindarla como política de Estado y responsabilidad institucional es el dique de contención a defender para que no se erosione, ni hoy ni mañana, la esencia humanista de nuestro proyecto.
Es verdad, muchos se han aprovechado de su condición para sacarle y obtener prebendas, pero no se puede generalizar y no puede ser pretexto para eliminar ese pase inmediato que la sociedad otorga a aquellos para quienes la espera, debido a sus condiciones, puede convertirse en una barrera infranqueable. Es el reconocimiento tácito de que la verdadera igualdad no consiste en tratar a todos por igual, sino en dar más a quien más lo necesita.
No basta con la voluntad popular, por loable que esta sea. No puede quedar signado únicamente por la sensibilidad individual o la presión circunstancial del colectivo. Mientras llega una norma legal, muy necesaria, que proteja integralmente los derechos de nuestras personas con discapacidad es, ante todo, una responsabilidad indeclinable del Estado y sus instituciones. Cuando falla la sensibilidad, corresponde a los organismos y administraciones, desde el nivel nacional hasta el local, garantizar que este Derecho no sea una merced ocasional, sino una norma inviolable. Solo así, con el pueblo vigilante y el Estado garantizando, esta conquista social se blindará contra la indolencia.
Es un recordatorio de que aquí, en esta Isla, la lucha por un mundo mejor no es una abstracción. Comienza en la bodega, en la parada del ómnibus, en el gesto de ceder el paso. Es, en esencia, la confirmación de que somos, por encima de todas las dificultades, una gran familia. Y en una familia, los más vulnerables van primero. Es, sencillamente lo más natural y, por qué no, lo más revolucionario.
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