No fue hasta el siglo xix que España se permitió publicar, sin censura, el Lazarillo de Tormes, esa novela que funda, de algún modo, el género de la picaresca. Su primera edición, sin embargo, data de 1554, pero rápidamente la Iglesia Católica la incluyó en su índice, sancionada por la Santa Inquisición.
La novela narra las desventuras de un niño pobre, dado en tutoría a un ciego bribón, que toda su vida lucha por llegar al próximo día, en medio de circunstancias adversas y violentas, que están más allá de su dominio. Sobrevivir, un día tras otro, fue la vida del pobre diablo de Lázaro, cuando levantarse cada mañana para andar era ya, de por sí, un milagro, y en ese batallar, sobresalió su oficio de pícaro. El anonimato del libro se ha achacado al miedo del autor de ser perseguido por su osadía.
Quizás alguien le dijo que hiciera cosas que le dieran miedo, y se dedicó a escribir desenfrenadamente, para al final cogerle pavor al resultado. ¿Quién sabe? En todo caso, no han faltado adjudicaciones a frailes, la última, al reformador católico Juan de Valdés, que huyó de España precisamente por miedo a la Inquisición. Lázaro González y Pérez, referido por su madre como Lazarillo, tomó el apodo de Tormes por el río en el que su padre, Tomé González, manejaba un molino antes de morir, en el campo de batalla, luchando por su señor feudal. Es decir, luchando por el que lo explotaba inmisericordemente.
Dado en tutoría a un ciego bribón, tan infeliz como él, Lázarillo aprendió el duro oficio de andar en las calles, adquiriendo las artes del engaño continuado. Como la pobreza –y con ella las circunstancias de violencia que la perpetúan– es un dado que no se cambia, o digamos más a tono con la (pos)modernidad, una variable sobre la que no se tiene control, Lázaro se hizo maestro en llegar al próximo día.
Nada era fácil para alguien a quien le había sido otorgado ser excluido por nacimiento, y con apenas condición para otra cosa, sobrevivió en ello, en un contexto de continuas agresiones. Pero en su bregar cotidiano, al filo de la extinción, el pobre Lázaro nunca pudo rebasar su condición de explotado. Acaso, conformarse con un poco de (in) traquilidad en la vejez.
Es, de esta manera, que llega a nuestros días el síndrome del Lazarillo, ese que absolutiza la picardía como instrumento de la supervivencia individual, pero que es, a la vez, castrador de mayores aspiraciones colectivas. Para no ser distinto a otras sociedades en circunstancias similares, el síndrome mordió duro en la república que emergió de las guerras de independencia. Frustrada la aspiración de la república virtuosa, los lazarillos tomaronel nombre de «vivos»; y la picardía, «viveza».
¿Por qué en Cuba había una mayoría de pobres al estrenarse la república? La habitaba una masa de esclavos liberados formalmente en la entreguerra, que ahora sin tierras ni propiedad alguna, gravitaban hacia las ciudades buscando cómo ganarse el sustento. Una población campesina, empobrecida por la guerra, sobreviviente de las prácticas genocidas de la reconcentración, también sin tierras y sin otra manera de vivir que no fuera alquilarse como jornaleros agrícolas.
La asimetría económica de una colonia que mantuvo una masa de población cubana sin acceso al poder político y sujeta a las arbitrarias regulaciones coloniales que favorecían a los peninsulares y le cerraba la puerta de la prosperidad al nacido en la Isla. Y en una república burguesa neocolonial, que estrenándose le negaba oportunidades al negro, al campesino y al pobre, ¿qué opciones podía haber fuera de ser obrero urbano o agrícola, soldado o policía, que no fuese la de ser pícaro?
Pero ninguno de nuestros pícaros criollos logró cambiar la sociedad que lo condenaba a su condición de desclasado. Solo el empeño colectivo da soluciones colectivas con todos y por el bien de todos. No sucumbamos a la presión por ver en el síndrome del Lazarillo la fórmula del éxito. Somos mejores que eso, lo hemos demostrado.
COMENTAR
Responder comentario