¿No has oído a Eta James cantar en Montreux: Prefiero quedarme ciega? Hay canciones que se hicieron arte en una voz y ahí quedaron para siempre; instantes indeleblemente efímeros en el corto lapsus de su eternidad. Eta era así de extraordinaria. Hay tanto de Janis en ella, hay tanto de Eta en Janis.
A veces hay que ser reiterativo. Pobre de quienes creen que el arte es de quien gana más. No lo es. Pensar tal cosa es confundir el «homagno» con el homúnculo. Hay demasiados homúnculos últimamente poblando lo público, como ese Elon Musk, vulgar acumulador de dinero que cree haber comprado la capacidad premonitoria y, con ello, el derecho de meter su viga fascistoide en forma de brazo levantado en el ojo de la humanidad.
Las civilizaciones no son cosas de dinero, por más que en ciertos espectáculos exhibidos como museos se empeñen en valorarlos por ello. El engaño, como tantas otras cosas, es realmente reciente frente a la historia humana, y no por ello deja de ser tempranamente cansino. No somos alcancías, ni pequeños cerdos con una rendija por la cual introducirnos, como alimento, monedas.
Para demostrarlo, pensemos que todos alguna vez hemos estado rotos dentro de nuestro padre, y ahí, en ese taller de verdades nos han reparado por el costo descomprometido de tener nido.
En ocasiones, sanar es solo cuestión de saber que se tiene un refugio ajeno a cotizaciones, aún en las tormentas más tremendas. Para qué se necesita un padre si no es para saber apreciar a Chet Baker tocar Casi azul; ese azul que define lo inefable y por lo que de nada serviría abusar del verbo.
En ninguna descripción del paraíso que valga la pena, el dinero compra la entrada. En ningún arte que toque dentro, el dinero es factor que conmueva.
Habiendo saldado esa deuda con la ausencia de respuesta, podríamos encarar cosas menos universales, como la maldita pregunta de para qué estamos aquí en un instante fugaz de la existencia colectiva, sin más certezas que el insulto de la propia presencia individual, en un mar de otras presencias iguales de angustiadas.
Este momento «entre dos aguas», no cualquiera, sino esas que describieron en la punta de sus dedos Al Di Meola y Paco de Lucía una noche en San Francisco.
Pero no nos pongamos densos. Es difícil sobredimensionar lo dramático del contexto y, sin embargo, hay quienes se esfuerzan en hacer precisamente eso. Otros ven, en estas circunstancias, la oportunidad de posar de profetas del desastre como filósofos de la derrota.
Mientras tanto, hay miles de cubanos sin tiempo para nada de eso, están demasiado ocupados en ayudar al prójimo, interpretando con la acción lo que necesita este tiempo de cristos. Con ellos de mi lado, para lamento de los judas contemporáneos, no habrá chance para la crucifixión que se empeñan en anunciar los pitonisos vanidosos.
Pero volvamos a la música, o más bien volvamos a Eta, encarnada en Celeste, describiéndonos quién es ella, esa flor que no alcanza a florecer y ver el día. O es que acaso hablaba no de ella sino de mí o de ti, haciéndonos preguntas existenciales que solo pueden tener respuestas colectivas.
Hay quienes venden la idea de que ya se han ido los tiempos heroicos (tan pos ellos). Niegan no solo la posibilidad de próximos gritos redentores, sino siquiera de volver a apropiarnos, por ejemplo, de gigantes deportivos: Ni un Mijaín más, ni una Durán, nos dicen.
Presiento que temen que en algún momento retorne el eterno aguafiestas, ese que derrota las profecías egoístas para reclamar como posible las emancipadoras.
Por eso se empeñan en embotar los sentidos colectivos con la tonta esperanza de que no reconozcamos la grandeza, cuando se nos presente; esa grandeza azul que nos negamos a que fallezca, y por la cual nos levantamos a diario con hambre de mañana.


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