Árboles hay tan frondosos que ocultan el bosque, parafraseando al conocido apotegma. Miremos el despertar matutino en el patio de cientos de escuelitas cubanas y descubramos en ello la paradoja de un país condenado a navegar contra las tormentas. Es una imagen que se repite en cualquier lugar de nuestra geografía rural, allí donde viviendas muy humildes contrastan con niños plenos.
Todos con zapatos, todos con maestros, todos con escuelas. No hay indigencia ni secuelas de parasitismo; no se ausentan por la urgencia de irse a un trabajo adulto, junto a padres que tuvieran que arrastrarlos a la faena del campo y excluirlos de la vida escolar. No van por los márgenes de las carreteras cargando un alijo pesado con mercancías que estén obligados a vender para subsistir.
No tienen un desayuno suculento, es verdad, y se guarda para ellos el pequeño pan que a todos se reparte. ¡Cuánto querríamos que en sus humildes carpetas o mochilas se amontonaran confituras y panes mayores!, o que esos hogares que se ven junto a las escuelas tuvieran un mayor confort; pero no es así, y no perdemos la esperanza de que sea. Mientras tanto habrá siempre, para todos, el humano derecho a crecer como personas dignas e instruidas.
No nos han dado tregua y no nos la van a dar. No nos han perdonado y no nos van a perdonar que, a pesar de todo, esos niños se sigan levantando cada mañana para ir a la escuela, en un mundo en el que millones, con sus mismas edades, se levantan para ir a otras partes, ajenas a sus estaturas y sueños.
Orgullosos de tenerlos allí, pero no satisfechos, y no lo estaremos hasta que, superando obstáculos ajenos y propios, el paisaje sea cada vez más hermoso.
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