Occidente es un concepto ambiguo que el capitalismo colonialista y subdesarrollador flexibiliza a su conveniencia para amparar, tras un velo de colectividad, sus despojadores egoísmos de siempre. En esa idea de Occidente se agrupa a Europa, Estados Unidos, América Latina, Australia e incluso, como señalara Retamar, de refilón, a Japón.
En realidad, estrictamente hablando, el concepto de Occidente es tan vacío como el de la raza o, más bien, tan arbitrario como este. Es un constructo ideológico que pretende asirse a disímiles cabos, como el de una supuesta tradición judeocristiana, una supuesta herencia común en los valores de la Revolución Francesa, o, más pragmático, haber sido potencia colonizadora, o para algunos, enclaves colonizados por la Europa colonizadora.
En realidad, hoy día, menos ambiguo sería decir el Occidente otanista, al menos ahí hay una clara delimitación de membresía. Pero ni tanto. En la propia otan hay países centrales y periféricos. Estos últimos son los perritos falderos de los que mandan.
Estamos viviendo con un dramatismo imposible de subestimar, un ciclo nuevo del colapso moral de esos que defienden el concepto de Occidente a conveniencia, supuestamente como reflejo de valores altisonantes e incuestionables: democracia, derechos humanos, libertad.
Pero que este no sea el primer ciclo de ese colapso no lo hace más de lo mismo. Esa construcción ideológica de Occidente, bajo sus distintas denominaciones, ya sea jardín u otras, está en crisis terminal.
Occidente muere ideológica y moralmente frente a nuestros ojos, y el testimonio de esa bancarrota ha sido el genocidio inmisericorde de Israel y Estados Unidos, con el que han arrastrado lo poco que podía quedar de civilizatorio en el concepto.
La pregunta es si América Latina se dejará arrastrar a esa bancarrota, como acompañante subordinado de una cofradía occidental en la que le forzaron a estar, o se sacudirá por siempre del vasallaje cultural colonizado, y reclamará para sí el ser otra cosa, de herencias múltiples, y cuyos horizontes de liberación no son la suma de herencias raigales o impuestas, sino la emergencia de una forma nueva de ver lo liberador y lo liberado.
Esa sacudida, o incluye lo cultural o no es. No se construyen utopías con enanismos culturales y complejos de inferioridad. Tampoco se construyen creyendo que la cultura propia se valida en los códigos del colonizador. Y aquí en cultura no se puede pensar en el estrecho mundo de las artes y las letras, sino que incluye, en primer lugar, los códigos culturales de la reproducción económica y social, es decir, los modelos de éxitos que asumimos como válidos para nuestras sociedades.
Hay un colonialismo esencial, y el más peligroso, en el sujeto que aspira al arquetipo de éxito (burgués) que nos vende el Occidente ideológico, incluyendo las maneras impostadas de refinamiento. Mucho más peligroso que en el que imita la manera de vestir de un artista de rap, o de un deportista de la nba.
Que la batalla contra el colonialismo cultural no se convierta en una cruzada contra determinada cultura de lo subalterno, de lo marginal como reflejo de una estratificación socioeconómica para, detrás de ella, hacer pasar, de contrabando, la construcción cultural del vencedor, con sus validaciones de los valores burgueses como valores universales.
El colonialismo cultural más peligroso es el de la cultura del dinero y el egoísmo que, con machacona insistencia, nos imponen desde el Occidente. Más peligrosa que la vulgaridad de maneras, es la vulgaridad del despojo legitimado.
La batalla anticolonial de nuestro tiempo, en lo cultural, o se propone rebasar los valores del capitalismo o fracasará.
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