Graciella Pogolotti, genial y certera, nos alertó hace algunos años sobre el consumo audiovisual desmedido de producciones foráneas. Entonces dijo: «A través de todos estos medios modernos (de reproducción) hay un receptor que se acomoda acríticamente a consumir este producto».
No significa que se deba estar en contra de la filmografía o la música extranjera, per se y solo por el hecho de provenir del mercado capitalista, pues son muchos los ejemplos de buena factura, creo que de lo que se trata es de saber discernir y balancear las opciones, para evitar, como afirmó Abel Prieto, que terminemos padeciendo aquello que él llamó «la frivolidad del colonizado cultural», que según sus palabras «ya renunció al placer de la inteligencia».
Sería absurdo que pretendamos convencer a las nuevas generaciones sobre las aberraciones morales y éticas del capitalismo o sobre su amenaza como sistema para la especie humana, confiando en que esa tarea se cumplirá a cabalidad solo en los turnos de historia, a través de la Mesa Redonda, del Noticiero de Televisión, de las páginas de nuestros periódicos u otros sitios digitales afines.
El propio Abel plasmó sobre este tema una idea cardinal, cuando en su ensayo sobre la fábula de la Cigarra y la Hormiga, mencionó: «No es posible ejercer el antimperialismo diurno y entregarse en la noche a la droga subcultural del imperio: a la larga el Doctor Jeckyll va a perder el control sobre ese Mister Hyde proyanqui, y asistiremos a un remake (bastante literal) de la fábula de Stevenson».
No tenemos derecho a la ingenuidad cultural que puede fácilmente abrir las puertas (ya entreabiertas por insistentes ráfagas de viento) de nuestra casa para que se instale el huésped de la banalidad y el egoísmo consumista, del cual ya existen constantes manifestaciones que, evidentemente, provienen del poco sentido crítico ante el mensaje avasallador que se nos manda, a través del cual se dice constantemente que el triunfo y la riqueza están allí, que es esa la moda y esas las costumbres para imitar.
Estamos en el deber de sobreponer, por sobre el gusto fácil y epidérmico, otro gusto mayor y a veces más complejo de entender, pero a la larga, más duradero y protector, el gusto de saber interpretar las señas ocultas y desechar lo superfluo, entender las esencias, para evitar ese mundo que en una ocasión describió Frei Betto, y en el cual «ya no queda espacio para la poesía ni tiempo para gozar la infancia. Perdimos la capacidad de soñar sin ganar a cambio sino el vacío, la perplejidad, la pérdida de identidad. En dosis químicas, la felicidad nos parece más viable que recorrer el desafiante camino de la educación y de la subjetividad».
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Joel Ortiz Avilés dijo:
1
11 de septiembre de 2024
08:16:11
Felipe dijo:
2
11 de septiembre de 2024
12:17:40
sergio dijo:
3
12 de septiembre de 2024
10:04:57
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