El sol fustiga, como látigo de fuego, sobre las cabezas sudorosas de personas que han estado en la cola desde muy temprano; algunos guardan silencio, otros hablan de cualquier tema. Los hay que se quejan, con sobrada razón, del sofoco y la precariedad en las ofertas, no es, ni puede ser un ambiente agradable.
Hay escasez e insatisfacción material, dos grandes desgracias que siempre incitan a la búsqueda de los culpables, de los que las provocan, de los que no las resuelven. En el refranero criollo se dice que «las culpas nunca caen al piso», y es verdad.
Unos más, otros menos, casi todos hemos formado parte de alguna de las actuales y desgastantes colas; allí, con toda seguridad, escuchamos afirmaciones tajantes, críticas punzantes al Estado, al Gobierno y a las autoridades. Al fin y al cabo, son la cara más visible, los destinatarios perfectos para cargar las culpas; aunque la más grande no sea de su responsabilidad.
Es complicado lograr que, en ese instante, presas del agobio y apremiados por urgencias impostergables, la lógica del pensamiento siga razonamientos más complejos. Apresados en esa incomodidad cotidiana es difícil traspasar el umbral de lo evidente y maldecir, o rechazar la otra culpa, terrible y sistemática, sin treguas o perdones: la del bloqueo.
El cerco se nutre de esas artimañas para colocarse a buen recaudo, es el perfecto guante de seda sobre la mano peluda. Los que buscan la asfixia económica y política a toda costa, sonríen con cinismo y atizan el fuego de las carencias. Hacen de todo por mantener los estantes vacíos y se frotan las manos cuando mordemos el anzuelo, asumiendo que la culpa mayor no les pertenece.
Es como una paradoja de la que hablé una vez: Yo te tumbo la mata de mangos y tú eres el culpable de que no haya jugo.


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