La libertad es una abstracción cuando no se aterriza a las condiciones concretas de la sociedad. En la sociedad dividida en clases, la libertad se determina respecto a la aspiración fundamental de la clase que la reclama o la proclama. Pero si se trata de la clase hegemónica en el capitalismo, su aparato ideológico se encarga de proyectar sobre toda la sociedad la idea de libertad que a ella le es cara, es decir, la libertad del burgués de explotar a los demás.
Ha sido tan efectiva esa hegemonía cultural que la aspiración del desposeído es volverse burgués y no transformar al sistema. Cuando tal idea se vuelve no solo hegemónica, sino culturalmente absoluta, el sistema ha ganado su batalla.
Antecede a Marx, y está descrito por los propios ideólogos clásicos del capitalismo, que toda igualdad es ilusoria si no emana de la igualdad de los individuos frente a la reproducción económica, que es la que determina, en última instancia, la reproducción social.
En los perversos mecanismos de dominación ideológica, la estratificación social es un instrumento que permite, en su construcción piramidal, que cada estrato en ella tenga como aspiración inmediata el estrato que le sigue más arriba. Y para aquellos que lo logran –que siempre los hay también como mecanismo de control de clases– inculcarles el miedo que los estratos inferiores de los que vienen son la amenaza más directa a su reciente conquista social.
Ponerlos a unos contra otros por aquello que la cúspide burguesa deja como carnada en la que arrebatarnos. Es así como el pobre blanco le teme al pobre negro, que puede «contaminarle» sus barrios; el obrero norteamericano o inglés le teme al llegado de África, que le «quita» sus puestos de trabajo; o la clase media francesa le teme al árabe inmigrante, que los «agrede» culturalmente.
De igual modo, el incansable intento de pretender esconder la lucha de clases bajo el espejismo ideológico de que un Estado regido por una constitución ideal está por encima de los intereses sectoriales de una sociedad, armonizándolos, y siendo capaz de crear una sociedad de iguales, expresada como iguales jurídicos, por más que se continúe disfrazándola de las sucesivas modernidades que van ocurriendo, no es más que el reciclaje de ideas viejas.
Al referirse al papel del Estado en la sociedad, Adam Smith reclamaba que este «solo tiene tres obligaciones principales por las cuales se debe preocupar: la primera es la de proteger a la sociedad de la violencia y de la invasión por parte de otras sociedades independientes; la segunda, proteger de la injusticia y de la opresión a un miembro de la república ante cualquier otro que también sea ciudadano, y establecer una justicia exacta entre sus pueblos; y la tercera, crear y mantener ciertas obras y establecimientos públicos, no para el interés de un particular, o de unos cuantos, sino que tiene que ser en interés de toda la sociedad».
Como bien apunta Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de EE. UU. de 1987 a 2006, en sus memorias, «en cierto sentido, la historia de la competencia del mercado y del capitalismo que representa, es la historia del flujo y reflujo de las ideas de Smith».
En un artículo de 1775, Smith decía, poco «más es requisito para conducir a un Estado a su más alto grado de opulencia partiendo del más bajo barbarismo que la paz, impuestos fáciles, y una administración tolerable de la justicia: el resto es provisto por el curso natural de las cosas». Ese curso «natural» implicaba que cada hombre debe ser dejado a que «persiga su propio interés en su propia manera, y conducir su industria y su capital a la competencia con aquellos de cualquier otro hombre, o grupo de hombres». La ley del ser humano como lobo del ser humano.
Y ¿por qué hacer referencia a ello en nuestra sociedad socialista? Porque la principal arma ideológica del capitalismo global contra nuestra sociedad es desterrar los horizontes colectivos y convencernos que su forma de ver las cosas es la forma «natural» de la sociedad. Reducir la aspiración humana a la prosperidad individual. Y en ese empeño ha logrado tomar no pocas trincheras propias. Lograr la sostenibilidad de nuestra sociedad, a la vez que se mejoran las condiciones de vida de todos por el empeño colectivo, no es solo una necesidad material fundamental, es una necesidad ideológica.
No se puede ganar la batalla ideológica si no se gana la batalla en la economía socialista. No se gana la batalla cultural si no se gana la batalla de recuperar la confianza en los caminos propios. No se gana la batalla de ideas si no se gana la batalla de crecer.


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