Fidel pudo haber sido el abogado de Birán, holgado en sus finanzas y heredero de un patrimonio familiar nada despreciable. Céspedes habría terminado su vida plácidamente, mirando la bahía desde alguna poltrona en el amplio portal de su casona, sobre la pequeña colina, escuchando los rumores del ingenio azucarero.
¿Qué los hizo cambiar el confort por las carencias? ¿Por qué arriesgar una bonanza propia a cambio de un futuro tan imprevisible?
Amparado en el precepto de que el triunfo personal es la máxima de las aspiraciones, algunos los continuarán tildando de soñadores o, simplemente, serán incapaces de comprender esa actitud; ese sentido de la vida en el que lo material pasa a un segundo plano, y se carga en hombros el destino de todo un pueblo.
Son tiempos en los que afloran los egoísmos, y la búsqueda del éxito propio se basa en la maquiavélica filosofía de que el fin justifica los medios. Se mira como algo extraño el sacrificio de unos en aras de otros; aflora la incredulidad o la burla hacia el que permanece en el lado del deber, aun cuando esto signifique menos fortuna y más trabajo.
Para quienes la prosperidad ha quedado simplemente limitada al pequeño ámbito de su familia, toda acción o esfuerzo que lleve tintes de colectividad es cuando menos una actitud mediocre y carente de sentido.
Como habitantes de pequeños feudos con ventanas oscuras, los «exitosos» prefieren ignorar las penas ajenas y la solidaridad se convierte en la molesta piedra dentro del nuevo zapato. ¿Cuánto más no habría avanzado la humanidad sin ese pesado lastre y qué oscura habría sido la historia de Cuba si sus mejores hijos hubieran rehusado del deber, para refugiarse en la magnífica sombra del dinero?
La tormenta es fuerte, los daños son notables, y en el tejido social e íntimo de Cuba hay desgarramientos dolorosos, heridas que nunca llegarán a ser mortales, siempre que los cubanos dignos lleven en sí el decoro de aquellos que asumen como inexorable la derrota de un proyecto social profundamente humano, que debe ser salvado.
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