Lo más probable es que el escolar intranquilo en ese minuto ni pensara en Martí; pero el «sable» por él desenvainado frente al abuso, tenía filo martiano. Llegué a sospecharlo en el centro de la urbe guantanamera, a la llegada del ómnibus de la ruta 5, la cual termina allí un recorrido y da inicio al inverso.
A mitad de una de estas mañanas de mayo, que a fuerza de termómetros adquieren apariencia de un mediodía calcinante de agosto, desde una cabellera blanqueada con el pincel de los años descendía copioso el sudor hasta inundar los pliegues de un rostro anciano, cabal imagen del desconcierto.
La mujer llevaba una pequeña bolsa de tela, raída al parecer por familiares descuidados, más que por estragos del tiempo. «Son dos boniaticos, pa´ mi almuerzo de hoy», respondió a una sorda pregunta nacida de su extraviada imaginación, y que no llegó al oído de nadie más en la encaracolada fila de gente que sobrevolaba lejanos mundos de indiferencia, «cortesía» de sus celulares.
Tal vez la jabita ni rozara la libra, pero colgada de aquella fragilidad tambaleante que insistía en sostenerla, debió pesar una tonelada. ¿Quiénes y por qué, dan lugar a que un ser desvalido salga por su cuenta a procurarse la vida en la calle? Me golpeaba esa interrogante cuando el ómnibus llegó a la parada.
«¿Dónde usted cree que va, señora?, no fastidie y busque su turno, llevo casi dos horas en esta cola», farfulló, sin mirarla, un hombre de malas pulgas, al tiempo que, con el brazo, le imposibilitaba avanzar.
«Mijo, yo te di el último, voy aquí», le dijo, suplicante y con voz temblorosa la anciana.
La contrarréplica no pudo ser más oportunista y grosera: «¡¿Aquíii?; na', yo 'toy hablando con una loca; haga el favor, ¡quítese!», y de un tirón le apartó la mano insegura que procuraba asidero. Sobrevino una fétida carcajada y, a continuación, el silencio indigno.
Cuando la viejita hizo un nuevo intento de aproximarse a la puerta, se lo impidió otra mujer. Irrumpió entonces el salvador flashazo martiano. El muchacho al que le habían espetado un «fuera 'e tiempo» cuando su jaranear bullanguero rompió la tranquilidad de quienes surfeaban en «lejanos mundos de indiferencia», asomó a la ventana desde el interior del vehículo, y: «suba abuelita, voy a darle mi asiento».
Inconforme aún, resuelto, y pidiendo permiso, pudo atravesar el angosto pasillo y descender por la puerta; pronto retornó con la ancianita de manos. Ella se sentó.
Yo, sin poder entrar, quedé en la acera mientras el ómnibus se alejaba. El muchacho iba de pie; sonreía. Pensé en Fidel, en la claridad de Lezama; y en Martí: «ese misterio que nos acompaña».
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