Muy bien se torna la noble intención del país para proteger, en la mayor medida de lo posible, a las personas más vulnerables de la sociedad, sobre todo en medio de la difícil coyuntura económica y financiera que atraviesa la nación, y de las medidas que, en correspondencia, ha sido necesario venir implementando.
Pienso en todos esos ciudadanos beneficiados desde siempre por la asistencia y la seguridad sociales, inválidos, encamados, pero también en el universo cada vez mayor de jubilados.
Espero que no constituyan desconocimiento ni secreto para nadie los malabares que se ven obligados a realizar nuestros «viejitos» (convertidos prácticamente en contadores, planificadores, economistas) para determinar qué comprar con el dinero que cada mes el Banco les pone en las manos, o en tarjeta.
Acerca de ello he meditado varias veces y siempre retorno a la misma interrogante; esa que debemos hacernos todos: ¿En qué se les va la chequerita a nuestros ancianos?
Disculpen si me equivoco, pero la realidad de hoy indica que ese dinero se les escurre, a una velocidad pasmosa, entre pagos a bicitaxis (recordemos que en muchos lugares prácticamente no hay transporte urbano), compra de medicamentos (muchísimas veces en un mercado brutalmente subterráneo, paralelo a la farmacia) o tratando de «meterle el diente» a lo que el bolsillo les permite adquirir de lo muy selecto que, por razones de salud, pueden comer.
Hablo de la malanguita (60 y más pesos por una simple libra), el litro de leche (100), la desequilibrada libra de frijol (350), la de arroz (150), la cabecita de ajo (70 pesos), para no hablar de aceite (800 pesos el litro) o de carne: diez libras de pollo a 3 500; o sea, el doble o más de lo que percibe la mayoría de los jubilados.
Ahora bien, ¿de quiénes estamos hablando? Sencillo: de mujeres y hombres que dedicaron toda su vida, salud, energías y sus mejores años al trabajo, como regla, con una entrega, seriedad, disciplina, incondicionalidad y hasta con un orgullo a prueba de balas.
Me refiero a tiempos en los que asistencia, puntualidad, permanencia, jornada laboral de ocho horas… eran sagradamente inviolables o –como suelen decir algunos– «cuando se trabajaba al duro y de verdad», sin que ello demerite la constancia con que hoy muchos, aunque no todos, seguimos laborando.
Hablo de un grupo etario que –por los valores que porta, el tiempo del que procede, su humilde origen y a pesar de los problemas físicos, de salud en general– está ahí, resistiendo estoicamente, dispuesto a hacer por Cuba lo que haga falta.
Lamentablemente, no en todo hogar hay uno o más hijos y nietos que se preocupan y ocupan de la alimentación, medicamentos, atenciones de salud y necesidades generales de padres y abuelos. Muy mal, por demás, porque pareciera que, al sumergirse en edades avanzadas, el anciano es asunto del Estado, como si el Estado no fuésemos todos y, en primerísimo lugar, la familia.
Finalmente, hay un elemento interesante: el notable éxodo de jóvenes hacia el exterior, en busca de nuevas y más atractivas oportunidades económicas.
Sucede que, a la vez, continúa envejeciendo aceleradamente la población, hay más muertes que nacimientos… A ese paso, la balanza se seguirá inclinando, más y más, ante el peso de la tercera edad.
Mucho ojo entonces ha de poner cada administración local en este sector, en particular con el alcance o efecto de medidas que vayamos aplicando, no suceda que a la vuelta de un tiempo su repercusión se sienta más en el longevo costillar de la población, esa que siempre merecerá la mejor calidad de vida.


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Lina dijo:
1
6 de marzo de 2024
07:04:39
Irene dijo:
2
6 de marzo de 2024
12:35:04
Pastor Batista dijo:
3
7 de marzo de 2024
07:00:41
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