Al norte, en confortables oficinas, allí donde se mueven los hilos de tantas cosas de este mundo, y donde se decide qué pasará con la vida de millones, hay personas que se frotan las manos ante planes aviesos, que disfrutan más de los odios que de la concordia. Saben muy bien que dividir debilita y separar destruye, sonríen con sorna y hasta brindan cuando se les trae un resumen, en el que se ilustra la agresividad de unos contra otros.
Ellos saben que se necesitan menos balas cuando en el bando opuesto se pelean entre sí, se hieren, se alejan, se antagonizan hasta el borde mismo de la incomunicación. Entonces son diestros en usar la grieta insalvable que se genera y, por ella, entrar triunfantes, como lo hacían los ejércitos medievales en la muralla destruida por las catapultas.
Azuzan el desprecio y la ofensa, hasta lograr que aquel que fue compañero de escuela, cofrade de fiestas adolescentes, parte de piquetes en andanzas juveniles, e incluso miembro de una misma familia, ya ha escrito con entero desenfado que desea la muerte de otro ser humano, porque según su nueva forma de mirar el mundo, inculcada por la propaganda preñada de odios, todo comunista debe ser buscado, castigado e incluso asesinado; no importa si el comunista es padre de familia, ciudadano de bien o un simple barrendero; no es que quiera el castigo al comunista soldado, lo quiere para todos, mujer o viejo, adolescente o joven.
Y allá va el reclutado –que estuvo alguna vez compartiendo momentos con personas que, ya bien sabía, eran comunistas– a cumplir esa orden: Abre su ordenador o prende su teléfono, se cuela en los perfiles de las redes sociales y manda sus mensajes para dejar bien claro lo que es la «democracia», y que nunca se le ocurra a nadie cuestionar el poder. Desde allí escribe con desprecio cualquier ofensa hiriente, absurda, intolerable, pero muy bien pagada, en nombre de la libertad.
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Aníbal Gómez dijo:
1
17 de enero de 2024
07:49:04
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