En momentos de crisis afloran tanto las miserias como las grandezas humanas; pero cuán bueno es si estas últimas se imponen –ceñidas de solidaridad– ante situaciones inesperadas.
Oel Domínguez abordó, el pasado 24 de septiembre, el tren número 1, que cumple el itinerario entre las ciudades de La Habana y Santiago de Cuba. Lo que podía haber sido un viaje tranquilo se convirtió en odisea: la rotura de la locomotora, entre Matanzas y Colón; las cinco horas de espera hasta que llegó otra máquina desde Santa Clara; la reanudación del recorrido y las frecuentes paradas para dar paso a otros trenes... Entre Camagüey y Las Tunas, comenzó a vomitar y casi a colapsar.
En el coche 9, una doctora enseguida lo auxilió y, prácticamente, toda la tripulación se enfocó, literalmente, en salvarle la vida. Al frente del equipo estaba la joven ferromoza Leysnis Dublón, quien lo atendió como una hija: gestionó medicamentos y un equipo para tomarle la tensión arterial, encomendó a la Policía ferroviaria, y a los viajeros, que custodiaran el equipaje, mientras ella lo bañaba, vestía e incorporaba. Según la doctora, parecía una mala digestión, pero al tener signos de deshidratación e hipoglucemia diabética, y solo una leve recuperación, indicó que la atención en un centro de Salud se tornaba imprescindible.
Un grupo de mujeres y hombres asistieron a Oel todo el tiempo; la tripulación contactó con la estación de Las Tunas para que, una vez allí, lo trasladaran para un hospital; la ferromoza realizó múltiples llamadas a los familiares del viajero (al hijo, en La Habana, y a la hermana en Santiago), para mantenerlos informados y apercibidos de que era necesario dejarlo en Las Tunas.
En los coches 6, 7, 8 y 9 hubo un verdadero movimiento solidario, signado por la espontaneidad. Todos se enfocaron en Oel, y se sintió, de alguna manera, como familia. Una señora llegó a decir: «somos cubanos, tenemos lazos de sangre».
Caridad, la jefa de brigada de las ferromozas –aunque atenta a sus funciones– tampoco se separó de Oel Domínguez, y, llegado el momento, tuvo que consolar a Leysnis: «Ponte fuerte, que hay que salvar esta vida».
Cuando llegamos al Balcón del Oriente cubano, ya estaban la ambulancia, los médicos, paramédicos, policías y el personal de la estación, los viajeros y la tripulación del tren número 1, prestos para que Oel no tuviera falta de ninguna atención.
Ya en la camilla, la joven ferromoza lloraba, le daba un beso en la cabeza y se despedía, no sin antes advertirle: «Recupérese pronto, yo estaré al tanto». Luego nos confesó que la tensión se convirtió, increíblemente, en aprecio. «Era como si fuera mi abuelo o mi papá», aseguró.
Todos sentimos una gran satisfacción. Coincidimos en que los gestos altruistas confirmaban que la familia cubana, aunque con problemas, como todas, permanece. Una señora lavó la ropa, otros limpiaron el baño, un grupo contabilizó las pertenencias e hizo una «entrega oficial» a la Policía, y se las envió a la familia sanguínea.
Desde los niños hasta los ancianos, que viajaban en el tren, supieron lo acontecido en el coche 9, de la formidable y entregada ferromoza, del funcionamiento eficaz de las comunicaciones para atender situaciones de este tipo; de cómo la fraternidad se impone.
Mientras haya personas que entreguen el corazón, nada estará perdido.
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