Es una generalidad, en el comportamiento humano, el efecto positivo que los colores y la luz provocan. Se produce una sensación placentera cuando nos rodea la claridad, la limpieza y lo policromático.
Todo lo contrario ocurre si el ambiente es grisáceo, decadente o monótono; tales matices siempre sugieren tristeza y desesperanza.
Si algo se quiere anclar en el imaginario colectivo como un estereotipo rechazable y adverso, sencillamente se le adjudica una tonalidad gris, y desatará la reacción deseada. No en balde los politólogos y otros demonios de la caterva que reúne a los enemigos de la Cuba que defendemos, hacen todo su esfuerzo y dedican cuantiosos recursos mediáticos para dibujar una Revolución de tonos grises.
Usan las acuarelas del desaliento y el pesimismo, ponderan las sombras y pintan un paisaje donde se junta la tarde con la noche.
Buscan desesperadamente que los ojos se acostumbren a lo oscuro y den, como un hecho irrefutable, que no hay más que grises en todo cuanto nos rodea.
Saben muy bien que esa percepción de la realidad puede ser desmotivadora y derrotista; su apuesta es a que la gente deje de defender un proyecto que considere penumbroso.
Frente a ese intento macabro y peligroso es necesario defendernos con inteligencia, y colocar todos los colores de nuestro espectro en cada oportunidad que tengamos, porque no es nuestra Patria (como no lo es nada en esta vida) un sitio exclusivamente reservado para las sombras.
Por cada mensaje excesivamente gris, es necesario responder con las luces de lo positivo; ante cada historia sesgada hacia el lado oscuro de la vida, hay que narrar nuestra versión optimista y edificante.
No podemos pactar con la falacia macabra, de que se han extinguido, bajo este cielo tan azul, la claridad de la risa, el amor por el prójimo, el brillo de la solidaridad y los motivos, siempre coloridos, para la alegría y la confianza en el futuro. Luchemos para que la parte gris de la jornada no logre extender sus tentáculos sobre las muchas razones que tiene el arcoíris.
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