Aunque uno crea siempre que todo acto se autodefine, en no pocas ocasiones es su contexto lo que le confiere la cualidad de lo que es. Es fascinante la idea del ser humano como continente incompleto, algo en la línea que propone John Donne, en Devociones en ocasiones emergentes: «Ningún hombre es una isla, / Entero de sí mismo; / Cada hombre es un pedazo del continente, / Una parte de lo principal». Ese poema inspiró a Hemingway para el título de uno de sus libros más famosos, Por quién dobla la campana: «la muerte de cualquier hombre me disminuye, / porque estoy involucrado en la humanidad. / Y por lo tanto nunca envíes a saber / por quién dobla la campana / dobla por ti».
Así, en singular. Por una torcedura en la traducción, en español se recogen como más de una las campanas, y sin embargo, es bastante claro en el original, que se trata de una sola. Y es que no hay espacio para el plural en aquello que Donne quiere recoger, hay un solo individuo, hay una sola humanidad, y ambos, se funden.
No hay error tan inocente como para pasarlo por alto. Todos los errores son esencialmente no-lineales, y mientras más los dejemos persistir, más tienden a divergir hasta alejarnos irreversiblemente del escenario al que aspirábamos. Le llaman efecto mariposa, le deberían llamar efecto huracán.
No insistimos en que los hechos nos definen, y con ello ignoramos que no es tan sencillo reducirnos a lo que hacemos. Quizá pueda parecer objetivo que lo cierto se establezca sobre lo que nos percibe, y no como nos percibimos, pero todos sabemos que en la introspección siempre hay una clave de nosotros mismos, por deshonesta que sea.
Una persona nunca habla como individuo porque siempre hablan él y su circunstancia. En el reclamo de la libertad de expresarnos, se recoge la libertad de que ciertas ideas tengan derecho a prevalecer. Porque nadie habla tan solo para sentir la satisfacción de que lo escuchen, sino con el propósito de que sea tomado en cuenta.
Todo verbo es, en ese sentido, violento. Y de lo que se trata es, como de cualquier otra violencia, saber los contornos que la hacen éticamente necesaria, y en no menos medida, tolerable. Como tantas otras cosas de esto que llamamos lo social, lo que califica a un hecho son los apellidos y no la acción en sí. Son las circunstancias, objetivas o no, las que le confieren la cualidad de lo que es.
No se trata de sucumbir al subjetivismo más ramplón, sino de negarlo. Las conciencias sociales son hijas de la realidad material. El plural aquí es consciente, y no error de traducción. Una misma realidad material puede determinar varias conciencias colectivas, en una dependencia tan extraordinariamente complicada que nos hace olvidar que ella, la realidad objetiva, es el causal primogénito.
De ese remoto vínculo entre lo que se piensa socialmente, y las razones en la reproducción material de la sociedad que nos hace pensar de esa manera, se alimenta el liberalismo burgués. Crea la ilusión de que las ideas son hijas de ellas mismas y, por tanto, esclavas solo de ellas mismas, es decir, del libre albedrío. No es cierto. Como tampoco que sea posible aparcar la lucha de clases y lograr la conciliación universal de las buenas intenciones.
Las contradicciones de una sociedad no son el reflejo de la batalla de las buenas voluntades contra las voluntades perversas. Son el reflejo de las formas en que los seres humanos nos reproducimos materialmente, y las relaciones sociales que establecemos en ese proceso de reproducción. El egoísmo no es el resultado de una deformación del carácter, sino de una manera objetiva de vivir, propia o heredada socialmente.
Hay quienes lo han dicho de manera insuperable. «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Y como Marx resume, el pasado hecho memoria histórica, si ha de ser leído en clave revolucionaria, debe servir para «encontrar de nuevo el espíritu de la revolución». El verbo colectivo se redime cuando sirve para impulsar las circunstancias que hagan de los hechos avances y no retrocesos. Es en esa esencia que se define a sí mismo, y nos define diferentes de nuestros enemigos irreconciliables.
Y es en ese hombre, autor de sus cenizas, donde resucitamos siempre para seguir andando.
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