ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Que los monos y los humanos compartimos un ancestro común es un hecho comprobado hasta la saciedad por la ciencia, desde las evidencias paleontológicas, hasta las de la biología molecular, que incluye el análisis de ADN.

Muchas cosas nos diferencian de los monos actuales: nuestra capacidad de hablar, y de ello se deriva nuestra capacidad de pensamiento, sin parangón en el mundo animal. Nuestra posición erecta como animales bípedos es otra distinción del ser humano.

Los primeros homínidos, nombre que se le da a la rama evolutiva que condujo hacia nosotros, cuando ya había divergido de la que conduce a los monos actuales, ya habían adoptado la posición bípeda, como explica un reciente estudio publicado en la revista Nature, una de las más importantes del mundo editorial de las ciencias.

A partir de unos huesos del brazo y de la pierna, el estudio confirma que estos ancestros, que llevan el nombre de Sahelanthropus tchadensis, ya caminaban en dos pies, sin perder la habilidad de subirse con facilidad a los árboles. Estos «abuelos» lejanos deambularon por África hace siete millones de años.

La posición bípeda, en principio, no les daba ventaja evolutiva a nuestros parientes: es más inestable que la cuadrúpeda, los hacía más lentos y les traía problemas con la espalda.

Sin embargo, en un momento en que la selva en el continente negro comenzaba a dejar paso –como resultado del cambio climático– a grandes áreas despejadas de vegetación tupida, lo que comenzó siendo la posibilidad de erguirse para avistar amenazas a la distancia, se transformó en la de andar de forma bípeda, con menor gasto de energía, para recorrer cada vez mayores distancias en busca de comida.

Estudios dinámicos indican que el chimpancé, por ejemplo, gasta hasta el doble de energía en andar, con respecto a los seres humanos, debido al volumen y el peso de sus cuerpos.

Pero una vez liberadas las extremidades superiores de la función locomotiva, estas estuvieron libres de aprender otras habilidades de las cuales probablemente la más importante haya sido desarrollar herramientas.

La habilidad que nos concedió la posición vertical para caminar, por mucho tiempo, largas distancias, fue clave en la evolución hacia lo que hoy somos. Somos animales caminantes.

Pero tan importante como andar es cómo andamos. Tanto como deambuladores, somos curiosos exploradores de nuestros entornos. No podemos evitarlo.

Explorar lleva implícito el reto de no repetir los pasos de otros, ni los que nos antecedieron ni con los que coexistimos.

Solo la mediocridad pide que no se deje camino por vereda. En la vereda te espera la sabrosura de la vida. El camino que andas sin hacerlo fue la vereda de otro que no tuvo miedo a explorar su propia vía por la vida.

El balance entre repetir lo que otro hizo y aventurar nuevos derroteros es uno que nos ha atormentado, desde que separamos nuestros caminos de los ancestros de nuestros «primos» los monos.

Cuando nuestra sociabilidad se desarrolló al punto de volvernos seres esencialmente sociales, y con ello emprender, eventualmente, lo que hemos llamado el proceso civilizatorio, ese balance se volvió, no un asunto individual, sino colectivo.

Repetir lleva la seguridad de lo que ya funcionó, lo que concede determinada confianza en la efectividad. Sin embargo, no vivimos en un entorno estático, nuestras circunstancias cambian y, por tanto, lo que se probó efectivo hasta ayer, hoy puede convertirse en rigidez que amenace nuestra sobrevivencia.

Otro problema, nada menor, es que reiterar lo ya hecho no nos agrega información nueva a lo ya sabido, y sin aprender, nuestra flexibilidad para reaccionar adecuadamente a nuevos entornos termina atrofiándose. Lo que se atrofia termina feneciendo.

Explorar lo nuevo tampoco está carente de riesgo. Con cada decisión inexplorada nos ponemos en riesgo no solo como individuos, sino como colectivo humano.

Toda innovación lleva implícito el riesgo de su fracaso irreversible en un entorno, y regresar al punto anterior para intentar otro derrotero sería imposible. Innovar, sin embargo, implica necesariamente agregar información nueva, aprender.

El precio es que la experiencia nueva puede que la incorporemos momentos antes de que nos mate. Luego, se trata siempre de un balance, entre lo aprendido y lo que está por aprenderse. Un balance delicado, como ningún otro.

Cuando nuestros abuelos en África levantaron la vista y vieron, más allá del bosque, un mundo distinto donde caminar, tratando de alcanzar aquel horizonte que por más que lo buscaran se alejaba, terminaron poblando al planeta.

Lo hicieron combinando lo aprendido con la sed de aprender; redundando en lo que sabían hacer, e innovando para acelerar la marcha.

El camino fue brutalmente difícil: escasez de alimentos, climas agrestes, regiones sin agua, enfermedades nuevas, días más cortos, barreras geográficas… pero no dejaron de andar.

Los que en cada momento llamaron a detenerse, a regresar al pasado, hoy no se recuerdan, no nos avanzaron como especie, tampoco como colectivo.

Los demás, bueno, los demás siguieron trabajando porque se les hacía tarde. Esos últimos nos trajeron hasta aquí y hasta ahora. Nos queda a nosotros seguir caminando hacia el horizonte.

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