Triunfó el Sí, democráticamente, por decisión de la mayoría, y Cuba se convirtió de ese modo en una de las naciones del continente con la más avanzada legislación en materia de derecho familiar.
La aprobación en referendo (algo también excepcional de nuestro país) de un nuevo Código para las familias cubanas demostró tres cosas.
La primera, que más allá de las diferencias que por lógica existieron en cuanto a la aceptación e interpretación de su contenido, nuestro pueblo tuvo la madurez suficiente de elegir el camino del bienestar colectivo.
La segunda es que esta sociedad se reconoce a sí misma inmersa en profundas transformaciones, en un lógico proceso de evolución del que la familia es parte indispensable y, por ende, necesita ser protegida en toda la dimensión de su diversidad.
Tercera, y de suprema importancia, que caminar hacia un futuro de mayor justicia implica necesariamente ampliar el abanico de derechos, para erradicar de forma paulatina todos aquellos lastres que hayan podido, en un momento determinado, excluir a alguien.
Sin embargo, hay algo de lo que debemos tener total claridad: mayoritario, y así lo demostraron las cifras, no es en absoluto sinónimo de unánime. Eso significa que, más allá de quienes utilizaron el No en función de una campaña de descrédito contra la Revolución, sí hubo miles de cubanos y cubanas que, por razones de credo, idiosincrasias, tradiciones o, sencillamente de orden personal, no dieron un voto positivo al Código, aunque, que conste, también están de diversas maneras bajo su protección.
A partir de este momento, en que una vez refrendada, la ley inicia un proceso de implementación, con normativas complementarias y otra serie de pasos en el ámbito jurídico, no debemos descuidar por ello el diálogo social que fue determinante para su construcción definitiva.
La idea no es convencer (aunque no tengo duda de que muchos de los que dijeron No, entenderán en su momento la necesidad del nuevo Código de las Familias), sino mantener, como se hizo durante todo el proceso, un ambiente de total respeto, de escucha, de intercambio, para bien, ante todo, de la unidad de nuestro pueblo.
Poner en vigor esta revolucionaria ley no significa que se borren de un plumazo las razones de quienes no la aceptaron y aun no la aceptan. Tampoco significa que desaparecerán ciertas maneras retrógradas de entender las estructuras familiares, y mucho menos que ya están resueltos todos los conflictos y problemáticas en los que el Código pretende influir.
No pueden cesar los espacios de orientación y esclarecimiento que nacieron al calor del proceso, precisamente porque ahora las personas necesitan ganar cultura de protección con esta herramienta jurídica, identificarse con ella, ya no en el ámbito de aceptarla y considerarla pertinente, sino en el de acceder verdaderamente a sus amplios beneficios.
Ya dimos el primer gran paso, pero ese es solo el primero de muchos que, sin duda alguna, serán igual de importantes y necesarios.


 
                    
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