Para la religión del mercado y el dios del capital existen determinados «pecados» que resultan imperdonables. Cometerlos desata la ira incontrolable de los capitalistas y el odio incurable hacia naciones y pueblos.
Cuba, la pecadora, quiso recuperar la soberanía sobre sus tierras y sus recursos, en manos casi todos de los yanquis, y desató la furia inquisidora del imperio. ¿Cómo era posible que los humildes hicieran una Revolución y osaran reclamar derechos? ¿Acaso no sabían los cubanos que «América era para los americanos»?
Y así comenzó la era del pecado. Los cubanos habían mordido la manzana prohibida que los imperialistas cultivaron en el intocable Edén de sus ganancias, y por ello tenían que pagar un alto precio. Luego las cosas se fueron complicando; la lista pecadora fue creciendo y el nivel de los castigos aumentando.
A la Isla le dio por eliminar el analfabetismo y los «dioses de marras» mandaron a asesinar a los maestros; se compraron armas para la defensa y le pusieron una bomba al vapor La Coubre; se siguió resistiendo y mandaron una invasión que en menos de tres días se convirtió en compotas; y como los pecadores seguían de pie, lanzaron bombas, sembraron epidemias y pusieron un bloqueo económico.
Y, para colmo, la pequeña nación tuvo la «falta terrible» de convertirse en ejemplo para el mundo, de condenar las injusticias y de mandar doctores adonde otros solo mandan balas; semejante herejía también debía ser castigada y fabricaron un cerco de mentiras, para intentar espantar los amigos y poner, sobre la mano peluda que estrangula, el guante blanco de la hipocresía.
Y, sin embargo, nunca lograrán ni rodillas en tierra ni cabezas dobladas. Aunque lo sigan intentando no lo conseguirán, pues aquí se sabe muy bien adónde van los pueblos que se arrepienten del divino pecado de ser libres.
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