Mi país es un lugar atípico y mientras algunos prefieren encontrar su peculiaridad en las carencias (que las hay, y muchas) yo prefiero hallarla en lo extraordinario; que a veces, de tan cotidiano, nos parece común.
Hagamos solo un ejercicio mental y dejemos que vengan desde nuestros recuerdos una sucesión de pequeñas frases que dijimos, o nos dijeron decenas y decenas de veces, a lo largo de la vida: «Voy al médico; tienes que ir al médico; viene la doctora; mi hija es médico; me lo dijo el médico; el médico, el médico... el médico».
En un mundo, en el cual millones de personas han llegado y se han ido, sin que jamás se posaran sobre sus cuerpos las manos mágicas de un galeno, eso de vivir rodeados por ellos parece una historia surreal. Hacer un presupuesto familiar, un cálculo de ingresos y gastos, en el cual no se contemple un centavo para la más complicada cirugía, es un episodio inusual, pero cotidiano en nuestro país.
Ellos están en todas partes, llevando con orgullo esa bata blanca, que los cubre y que obtuvieron con suprema dedicación, sin que tuviesen que pagar para tener tan sagrada oportunidad. Los hay, hijos de profesionales, de artistas, de mecánicos, de campesinos, de soldados y de amas de casa. Los tenemos negros, blancos y mestizos, sin distinción de géneros o preferencias sexuales.
Y lo mejor es que no solo los queremos para nosotros, también los queremos para los otros, en cualquier parte del mundo, después de un terremoto o un huracán; luego de una pandemia o una plaga; donde los ojos no ven o los pies no caminan, dejando tras de sí esa estela de luz que solo se resume en una pequeña confesión humilde y extranjera: «A mí me curó un médico cubano».
Habría que preguntar en tantas latitudes quién ha dejado allí la huella más valiosa, si los soldados del Norte con sus aditamentos de muerte o los doctores nuestros que van salvando vidas.
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