Las columnas intactas

Cuando era niño la grieta ya estaba allí; era pequeña, aunque la presión sobre la pared resultaba enorme y los intentos de colar los dedos por la oquedad para quebrar el muro no cesaban. Había entonces muchas manos para restaurar la fisura y amigos allende los mares nos hacían llegar cemento fresco, que nuestros hábiles albañiles colocaban oportunamente. A inicios de los 90, del pasado siglo, dejó de llegar cemento y los que presionaban sobre la pared anunciaron que ya los albañiles del patio no podrían, por sí solos, evitar que el orificio creciera tanto, que en cuestión de meses pasarían por él con toda comodidad los que tanto han soñado poner por acá sus botas. Pero la gente se inventó aglomerantes propios y el albañil mayor demostró una inteligencia y un valor sin límites.

Desde entonces, del lado de allá del tabique se han ensayado todos los métodos posibles para hacer más y más visible el agrietamiento. Hace unos meses arremetieron con saña contra el muro, la grieta dejó pasar algunas manos amenazantes y pujaron por colar un poco más que los brazos; en esas caras se expresaba mucha sed de venganza y ganas de ajustar cuentas, también había una malsana alegría calculando que esta vez serían nuestras propias manos las que agrandaran el resquicio.

Pero hubo errores de cálculo, subestimaron a los albañiles del momento y, aunque es posible que alcanzaran a crear la mayor rendija de los últimos años, la rotura no llegó a las columnas ni dañó los cimientos, se mantienen intactas. La indeseada cicatriz en la pared nos recordará que no se pude subestimar el embate vil, ni debilitar nosotros mismos el muro por donde pretende entrar el odio.