Cuba, este archipiélago que habitamos, no es, lamentablemente, un país que viva en condiciones normales. Hace mucho que Cintio Vitier nos definió como un parlamento en una trinchera, y ahora más que nunca se exacerban situaciones de una complejidad indiscutible: la pesada y terrible carga del bloqueo económico, llevado hasta límites genocidas (negado por algunos muy convenientemente); la pandemia con su nefasto escenario, nacional e internacional, y un bien financiado plan para quebrar el orden social que tanto nos distingue.
Frente a todas esas adversidades está la Revolución resistiendo, con millones de hombres y mujeres enfrascados en hacer las cosas lo mejor posible, tratando de sostener un país que debe decidir cada día dónde poner los pocos recursos de que dispone, haciendo verdadera magia para fabricar vacunas, comprar alimentos, generar electricidad, sostener gastos sociales y no dejar a nadie desamparado.
Cuando se trabaja bajo tanta presión, la probabilidad de cometer errores es mayor. No es leal aprovechar tan desfavorables circunstancias para lanzar ataques, sobre todo, a sabiendas de que las mismas manos que nos ahogan aplaudirán cualquier crítica tendenciosa, premio dorado en su macabro plan de aplastarnos.
Baste el más pequeño desliz o la más ligera imprecisión para que salten con prontitud las voces oportunistas de condena, la beligerancia contra las instituciones o los dirigentes; sin embargo, en algunos viene el silencio o la tibieza cuando se trata de condenar a mercenarios o se presentan argumentos irrebatibles que señalan hacia un enemigo histórico, ante quien no se tienen entonces tan enérgicas reacciones.
Son tiempos en que la unidad es el más importante antídoto para salir adelante. Nuestro Gobierno trabaja sin descanso, y precisa del respaldo y la confianza colectiva.
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