El año 2021 comenzó como un puñetazo en el estómago. Sin aire, así quedé cuando del otro lado del teléfono hablaban de contactos y de la COVID-19.
Muchos celebraban en el barrio. Nosotros le bajamos el telón a la alegría, guardamos los preparativos para una cena humilde y nos pusimos doble mascarilla.
Encerrada, así inicié un año que me llenaba de ilusiones. Mi cuarto se convirtió en mi espacio vital.
Miedo, tuvimos un miedo paralizante. Cada mañana, desde mi puerta, preguntaba de lejos cómo se sentían todos en casa.
Pasaban las horas… y la espera de aquellos PCR martillaba mi fingida tranquilidad. El teléfono sonaba y cada día eran más los conocidos enfermos, la gente querida que luchaba por su vida.
¿Cuánta angustia puede caber en un solo cuerpo? No sé. Creo que no existe una unidad de medida que exprese el sufrimiento con exactitud.
En otro momento, 14 días pasan volando. Para nosotros, cada segundo duraba más de mil milisegundos, como si el reloj no pudiera con el peso de nuestra desazón.
Al final todo fue un gran susto, pero el daño emocional quedó ahí. El miedo no se va, se asoma en las hendijas de cualquier posibilidad de alegría.
Podría llenar esta página de emociones negativas. Contarles de las horas que pasé pidiendo de rodillas. Podría hablarles de las veces que me lavo las manos al día, de la ansiedad que me genera despedir a mi padre y a mi esposo cuando van para el trabajo.
Podría hablarles de las cosas que he vivido, pero no, prefiero enfocarme en el futuro. Prefiero pensar otros comienzos.
Prefiero cerrar los ojos, como lo haré el día en que un anhelado pinchazo nos devuelva todas aquellas pequeñas cosas que caben en un abrazo y son la verdadera esencia de la felicidad.


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